UN POQUITO DE FE
Leo periódicos, escucho la radio, me devoran los wasaps y los tuits, todos coronaviralizados, yo también. Escucho a los niños pequeños y desdentados pronunciar su nombre cuando salgo a la calle, el “codonaviduz”, dicen, y me pregunto cómo se lo imaginarán, tal vez como un monstruo peludo del que se pueden proteger, y, de hecho, lo hacen, colocándose la mascarilla, del mismo modo que creen que los demás no los vemos cuando cierran los ojos o se esconden detrás de la palma de su mano.
Me pregunto si habrá alguien en el mundo que, como aquel soldado japonés abandonado en una isla —o como el abuelo del anuncio, ¿y el Madrid, qué, otra vez campeón de Europa?— no sabrá todavía que hay una pandemia mundial, un ogro microscópico que no nos deja vivir. Y qué pensaría si, de repente, sin que nadie le contara qué ha sucedido, leyera los periódicos, escuchara la radio, viera, por ejemplo, esa fotografía de unos médicos vestidos como astronautas haciendo una cura a un anciano, tumbado de espaldas a ellos en el dormitorio de su casa, mientras su mujer le sostiene la mano y mira distraída la tele, en una escena en la que se mezcla lo doméstico con lo excepcional, o en la que lo excepcional se ha vuelto doméstico. ¿Pensaría acaso, nuestro soldado japonés, que nos han invadido y dominado los alienígenas?
Yo a veces también lo pienso. Por ejemplo, cuando veo al ababol Trump o a la atolondrada Isabel Díaz Ayuso, que son en sí mismos un riesgo para la salud pública. El primero bromeó diciendo que al virus quizás se le podría vencer inyectándose desinfectante y al cabo en unas horas más de cien personas fueron atendidas en urgencias por una intoxicación de lejía. La segunda ha estado alimentando con pizza y hamburguesas, un día sí y otro también durante dos meses —el descabellado menú de Telepizza se puede encontrar fácilmente en internet—, a algunos niños madrileños “porque es lo que les gusta”, dijo (y también porque, según hizo saber el diario Público, la Fundación de Nutrición que durante años ha asesorado y avalado los menús de los comedores escolares está sostenida económicamente por empresas como Telepizza o Coca-Cola). La revista que sale los miércoles, El Jueves, replicó atinadamente con una fake-new humorística en la que Ayuso repartía porros entre los jóvenes “porque les gustan”.
La estupidez, pues, también se ha viralizado. Escucho que es muy demandado un papel de pared que imita estanterías con libros para usarlo como fondo en las videollamadas (¡maldita sea, y yo evitando las estanterías reales para no ir de guay!) u otros en los que aparecen en una esquina mujeres estupendas en bragas. Podría escribir un cuento con esto último, con esas amantes de papel y esas vidas fingidas. O con esto otro: un estafador habitual engañó a varias empresas haciéndose pasar por representante de una asociación de voluntariado, pero después el botín obtenido lo repartió entre asociaciones benéficas (al menos este “trabajó” de manera altruista, creyó que debía hacer algo por la sociedad, lo que mejor sabía hacer: estafar). Pero no todo son noticias majaderas. Escucho en la radio a una mujer mayor contando cómo lleva todo esto. “No estoy mal, me entretengo con mis lecturas, escuchando música, cuidando las plantas… Todavía tengo fe en el ser humano”, dice. Y me emociono —como en los primeros días en que salíamos a aplaudir al balcón—, se me cae una lagrimita y me da un poco de vergüenza, pero también creo que es necesario que de vez en cuando, debajo de esta piel dura que el aire cortante y atroz de los tiempos nos ha ido curtiendo, sintamos que hay algo ahí dentro que todavía se remueve.