CAMPAÑA POR LA LECTURA
Publicado en Rubio de bote, colaboración quincenal en magazine ON (diarios Grupo Noticias) 22/02/2020
Hay un anuncio de la tele en el que un hombre sale de una habitación con barba de náufrago y, al borde de la extenuación, exclama: “¡Lo encontré!”, mientras muestra entre sus manos un objeto, no recuerdo cuál, tal vez un cinturón. “Pasamos cinco mil horas de nuestra vida buscando cosas que hemos perdido”, dice después una voz en off.
Pocas, me parecen. Incluso si esas cosas son cosas materiales, objetos, porque también podemos pasarnos la vida entera intentando recuperar una juventud o un amor perdidos. Pero ese es otro asunto.
El maestro Kutxi Romero dice que el rocanrol consiste básicamente en esperar. Esperar a la prueba de sonido, esperar al avión o a que la furgoneta llegue a su destino, esperar a que empiece el concierto… Y creo que eso podría extrapolarse a la vida en general. Nos pasamos la vida esperando, buscando cinturones, tratando de despegar el rollo del celo… Todo ello sin contar los veintitrés años de media que nos pegamos durmiendo. ¡Qué máquinas más imperfectas somos! ¿Hay algo más ridículo que sentarse a cagar? Son, en fin, miles las horas muertas de nuestra vida que se van por el retrete como abortos del tiempo. Por ejemplo, haciendo colas. Cola para coger el autobús (bueno, en algunos lugares como Pamplona no, porque no se hace cola, se entra de manera religiosa, los últimos serán los primeros, es decir, al mogollón). O cola para entrar a los baños de los bares. Conozco, de hecho, gente muy meona y muy extrovertida que he conocido en las colas de los baños y que a su vez ha conocido a la mayoría de sus amigos en las colas de los baños de los bares.
Perdemos también cientos de horas, tantas que hasta podríamos habernos sacado durante ese tiempo la carrera de medicina nosotros mismos, esperando al médico. O en las llamadas en espera, el invento más perfecto para aborrecer a Beethoven y a Richard Clayderman. Cientos de horas intentando despegar el abrefácil de las pizzas o ese cacho que se amontona en la esquina del rollo de papel de plata… Cientos de horas, como Ben Stiller en aquella película, poniendo y quitando de encima de la cama los putos cojines de adorno.
Menos mal que la tecnología acude en nuestra ayuda y ahora en tres o cuatro horas de nada podemos hacer las facturas on-line para la administración y reinstalar la última versión del Java (¿qué le pasa a ese programa, que necesita actualizarse cada día, está falto de cariño o soy yo, que soy un cenizo informático?).
¿Y las contraseñas? ¿Qué me dicen de las contraseñas y de los raticos que se nos van tratando de recordarlas o de recuperarlas? Somos contraseñas andantes, luchando contra los molinos de viento de las redes sociales y la telefonía móvil, contra el gigante del Gran Hermano que nos vigila, nos escucha, que nos pide que nos dirijamos a él en clave pero sabe todo sobre nosotros. “Ok, Google, ¿cómo se titulaba aquella película de Ben Stiller?”. “Y entonces llegó ella”. Vale, gracias, pues cualquier día de estos me lío a cuchilladas con la tablet o con el router o con la plana mayor de Silicon Valley, como Ben Stiller con los cojines en aquella escena de Y entonces llegó ella.
En fin, miles de horas perdidas, total para que al náufrago, hecho un pellejo, el cinturón ya no le valga o para que al final el concierto se suspenda. Toda una vida desperdiciada en actividades a menudo improductivas y estúpidas. Yo, por si acaso, siempre llevo un libro conmigo.