Publicado en semanario ON, diarios de Grupo Noticias (27/07/19)
BESTIARIO (DRAGORRIONES, CULEBRACAS, TÓPAROS Y OTROS BICHOS RAROS)
Patxi Irurzun / Belatz
El escritor Patxi Irurzun y el dibujante Belatz dan rienda suelta a su imaginación con esta colección de bichos raros-raros-raros. Un catálogo estival de criaturas híbridas e imposibles que se recomienda leer en familia
DRAGORRIÓN
Los dragorriones son unos pájaros gordos como gorrines (de hecho, cuando son crías, que es cuando más gordos están, se llaman dragorrines), pero como solo se pueden ver de lejos, volando muy alto, uno se los imagina chiquitines, como pequeños pajaritos.
Los dragorriones son solo rayas en el cielo. El cielo es su tierra, y al revés, para ellos la tierra es el cielo (y también el infierno). Los dragorriones sueñan con posarse en las ramas de los árboles, o en el borde de los estanques y robar los trozos de pan que los niños echan a las palomas o a los peces. Pero no puede ser. A los dragorriones los echaron hace mucho tiempo a pedradas de los estanques y de los árboles, porque cuando abrían el pico de la boca les salía fuego y provocaban unos incendios terribles y colapsaban las unidades de quemados de los hospitales.
Y eso no podía ser.
Los dragorriones, por todo ello, desde hace muchos años viven en el cielo, en lo más alto del cielo, hasta donde no alcanzan las piedras. Y no dejan nunca de volar.
Por si acaso.
Los dragorriones han aprendido a hacer todo volando. Incluso duermen volando. Hacen pis volando, comen volando, como son muy listos aprenden a leer volando, escuchan música volando… Su canción preferida, claro, es una de Kiko Veneno que dice “Volando voy, volando vengo”.
Los dragorriones hasta se mueren volando. Y entonces es cuando se van al cielo, que para ellos es la tierra, y también el infierno, porque caen desde allá arriba como meteoritos, como rayos de sol al atardecer, como aviones en llamas…
La mayoría de las veces los dragorriones se desintegran antes de llegar a la tierra, pero otras, por si acaso, por no molestar a nadie, cuando se dan cuenta de que van a morir, sobrevuelan las bocas de los volcanes, o los incendios forestales, y sus cuerpos caen en ellos, y durante muchos días, en los pueblos de los alrededores a la gente se le hace la boca agua porque el aire huele a gorrín asado.
Por no molestar a nadie, además, los dragorriones solo hacen pis los días de lluvia.
Da mucha pena cuando muere un dragorrión, un animal tan educado.
Un dragorrión muerto es siempre una raya que se borra en el cielo.
Publicado en semanario ON, con diarios de Grupo Noticias (27/07/2019)
…a hablar de mi libro, en efecto, y ustedes me lo van a permitir, porque es una cuestión de vida o muerte. Diez mil heridas, así se titula, se publicó hace más de tres meses, lo cual quiere decir que es ya un libro viejísimo al que las novedades que han ido llegando imparables a las librerías y sepultándolo en sus estanterías desahuciarán hasta que en septiembre sea ya un cadáver literario.
Hasta ahora he intentado mantenerlo con vida con toda esa serie de maniobras y ejercicios de reanimación que acompañan a la promoción de un libro (presentaciones, entrevistas) y que para un escritor tímido como yo se convierten en un via crucis, que a pesar de todo hay que padecer con una sonrisa como una cicatriz, porque uno por sus libros está dispuesto a todo, a morir incluso (o a ir a firmar a las ferias). Lo cual no quita para que ahora, desde este Gólgota que es el verano, uno no pueda echar la vista atrás sobre cada uno de los pasos de ese calvario.
En cuanto a las presentaciones, por ejemplo, aunque las ha habido multitudinarias (es decir, con unas treinta personas entre el público) también me he encontrado con algún desganado presentador que ni siquiera recordaba el título del libro o me ha tocado hacer un “Berri Txarrak”, es decir, hablar para un solo asistente (y al igual que cuando el grupo de Lekunberri lo dio todo en Nantes ante su único espectador, resultó que fue una de mis mejores presentaciones o en las que más recompensa obtuve, pues me encontré con un lector apasionado, voraz, con olfato y buen gusto -por eso, ejem, ejem, estaba allí, evidentemente-).
Las firmas en las ferias o días del libro son aún peores, a no ser que uno sea un charlatán o un youtuber. Por cierto, lo segundo peor que te puede suceder en una firma de libros es que en la caseta de al lado pongan a un youtuber (o a un cocinero mediático, un presidente autonómico…). Ver las filas interminables, mientras a ti te compra por pena tu libro el propio librero; pensar en los treinta años que llevas leyendo, escribiendo, peleando, para que después cualquier intruso al que la literatura le importa un bledo venda en una mañana todo lo que a ti, con suerte, te va a costar otros treinta años.
Lo primero peor que te puede suceder,sin embargo, es que te confundan con el librero y te pidan el libro de tu autor más odiado. Si no es que tu escritor más odiado está compartiendo caseta contigo y con la mano tonta de echar autógrafos. Siempre, en realidad, los escritores que comparten caseta contigo, además de ser mucho peores que tú, firman más libros. Y los que no lo hacen se dedican a boicotearte, a espantarte a quienes se interesan por tu novela, acercándose en ese momento a saludarte (da igual que hasta entonces te hayan mirado con dos puñales en los ojos) o a darte una chapa insufrible sobre la influencia de Dostoeivski o de Dolores Redondo en su literatura.
Son todas estas cosas -las decepciones, las humillaciones, la frustración, el desgaste, incluso el coste económico, las pérdidas que supone hacer cientos de kilómetros para vender en una buena tarde seis libros de los que te llevas el diez por ciento- de las que los escritores no hablamos, sobre todo en ese mundo feliz que son las redes sociales, o de las que hablamos con eufemismos como “presentación familiar” o “tarde agradable”. Son las diez mil heridas encuadernadas, escondidas entre líneas, que hay detrás de cada libro.
Y luego, claro, que Umbral se puso como se puso, en aquel recordado programa de televisión…