CAMPEONES DE OTOÑO
Publicado en Rubio de bote (ON, magazine de diarios de Grupo Noticias)
El tiempo pasa, nos vamos poniendo viejos, que cantaba Pablo Milanés. La vida es un infanticidio perpetuo y la cabeza se llena de ceniza y musgo, que son los olores de la melancolía. Hace unos días mi hijo mayor empezó el instituto y me acordé de cuando yo era él, hace tantos años, porque la vida también es una noria y el tiempo su agua que limpia la sangre de los niños viejos ahogados y trae consigo otros con la piel nueva, sin arañazos todavía.
Por entonces, nosotros empezábamos las clases en octubre, quince o veinte días más tarde que los colegios, y yo recuerdo aquellos días con una nostalgia agridulce, que es como tiene que estar condimentada la nostalgia. Eran aquellos días en los que nos sentíamos los reyes del mundo, de un mundo, eso sí, que era como una casa de pueblo cerrada hasta el siguiente verano, o como una piscina vacía, que se iba llenando de hojas, o como una sala de espera de una estación de autobuses que no sabíamos a dónde llevaban.
En el fondo creo que estábamos muertos de miedo, porque sabíamos que ya nada sería como antes, porque por primera vez comprendíamos que la niñez no duraba para siempre. Éramos igual que esa castañas pilongas resplandecientes, que rompían el cascarón de púas protectoras. No sabíamos hacia donde nos arrojaría la mano del destino, y a ratos nos preparábamos para recibirlo a cara de perro, fumando cigarrillos a escondidas, creyendo que su humo nos inflaba, nos hacía grandes y duros, y otras veces regresábamos a los paraísos ya casi perdidos de la niñez, a las murallas, al parque de la Media Luna, y volvíamos a arrojarnos sobre las fosas comunes de hojas caídas, a pisar sus esqueletos, que los barrenderos amontonaban pacientemente y nosotros deshacíamos a patadas antes que el viento, porque para eso éramos los reyes del mundo, reyes déspotas y caprichosos, destronados a escobazos o por los japis, aquellos vigilantes vestidos de verde que el ayuntamiento ponía no sé si para que los niños nos divirtiéramos puteándoles o para que se nos fuera curtiendo la piel con sus bastonazos, que viene el japi, que viene el japi…
Éramos solo campeones de otoño, que bajábamos del pódium el primer día de clase, el día de la presentación, cuando acantonábamos nuestros miedos y nuestros complejos adolescentes en el hall del instituto y por el altavoz nos sometían a un buylling legalizado, porque nos iban llamando de uno en uno, y había que abrirse paso entre toda aquella espesura de hormonas en flor, y subir las escaleras hacia el aula que te había correspondido, aupado por todos aquellos ojos carnívoros, aquellas gargantas llenas de zarzas que se reían cuando a alguno los nervios le hacían tropezar, o cuando eras gordo, o flaca, o tímida, o tenías granos, o tu apellido era una condena, Jorge Cabezón, Mikel Aeropagita, Miren Amiano, y Miren subía a ese patíbulo con un jersey anudado a la cintura.
Mi hijo, ahora, supongo que estará pasando por todo eso, quizás sin comprender todavía ese septiembre de su niñez; ese septiembre que revive los míos, aquellos septiembres en los que toda la vida estaba aun por delante, pero atrás ya empezaban a quedar cosas que ya nunca se recuperan, que nunca serán iguales. El tiempo pasa, nos vamos poniendo viejos, es cierto, pero nuestros hijos siempre siguen siendo niños para nosotros, dentro de nosotros, y su sol sigue, seguirá siempre brillando en este otoño de ceniza y musgo. Te quiero, hijo, suerte en el insti.