TIBISAY. Rubio de bote
(Publicado en ON (Diario de Noticias de Navarra, Gipuzkoa y Alava y Deia) 30/01/2016)
Nuestra cotorra Tibisay, de la que prometí volver a escribir aquí, era la Jesucrista de los pájaros de colores. Resucitó cuando todos en casa, menos yo, la daban por muerta, para desaparecer al cabo de un tiempo, como si se la hubiera tragado el cielo.
A Tibisay la bautizamos con ese nombre leyendo, en lugar del santoral, la guía de televisión, que por entonces estaba infestada de culebrones venezolanos, como ahora lo está de programas de cocina o antes lo estuvo de toros o de folclóricas (algunas de las cuales debieron firmar en aquella época un contrato blindado y vitalicio, como demuestra esa apología de la delincuencia, a la mayor gloria de la reclusa Isabel Pantoja, que echan a la hora de comer en una televisión pública).
A nuestra cotorra —a lo que íbamos— la llamamos de ese modo porque cuando ahuecaba las alas su cuerpo se parecía bastante al peinado de una de aquellas actrices venezolanas, que protagonizaba una serie con un personaje con ese nombre: Tibisay. A diferencia de las heroínas de los culebrones, la vida de nuestra Tibisay resultaba bastante anodina, y lo único que la alteraba era cuando tocaba limpiar su jaula de cáscaras de pipas y caca radioactiva y la cotorra salía aterrorizada de su cubículo, para levantar el vuelo apenas unos metros del suelo y darse un trompazo con el pico contra la ventana.
En aquella época yo tendría yo unos 18 años y un día, al volver a casa de madrugada, cuando entré a trompicones a la habitación de mi madre para decirle que ya había vuelto y que me había sentado mal la última cocacola, ella murmuró:
—Tibisay ha muerto.
—Pobre Eduardo Alberto, estará destrozado —le seguí yo el hilo, pensando que hablaba en sueños.
—No seas ganso, la cotorra, digo, la hemos tirado a la basura —contestó ella.
Y en efecto, allá estaba el pobre animalico, entre mondas de patata, pelusones y hojas de periódico como mortajas. Con el corazón destrozado la cogí entre mis manos y fue entonces cuando me di cuenta de que a pesar de que su cuerpo estaba frío como una lápida del cementerio de Abaurrea Alta, un hilo de vida culebreaba en su interior. Mi primera reacción fue hacerle un pico a boca, pero no tardé en darme cuenta de que aquello se parecía más bien a un capítulo de Mr. Bean, y después se me ocurrió machacar una aspirina, mezclarla con agua en una jeringuilla y hacérsela tragar. Sorprendentemente, el pecho de Tibisay se abombó y comenzó a respirar en boqueadas que poco a poco fueron siendo menos aparatosas. Resucitó, en definitiva, aunque de aquel trance traumático le quedaron algunas secuelas: medio cuerpo paralizado y la manía de abrir la puerta de su jaula. Aprendió a hacerlo con el pico, retirando un pequeño cierre que sus excrementos habían corroído. Al principio solíamos cerrársela, pero como Tibisay no pasaba de ahí, finalmente optamos por dejarla siempre abierta. Hasta que una mañana nos levantamos y Tibisay había desaparecido, no estaba en su jaula ni en el cubo de la basura. Nunca supimos qué fue de ella. A mí me gusta pensar que se fue a un cielo encapotado de cotorras cimarronas, mudas, cojas, tuertas…; o con algún cotorro llamado Eduardo Alberto. Pero sobre todo, pienso muchas veces que su vida fue bastante humana, bastante parecida a las nuestras; que nosotros también vivimos en jaulas con una puerta abierta, mirando a través de ella sin decidirnos a cumplir nuestros sueños, encadenados a la seguridad del comedero lleno, presos de nuestros miedos, aterrorizados por la idea de la libertad o paralizados por la de estrellarnos de morros contra un cristal. Pero bueno, ese es otro culebrón.