MIS PEZONES. Y LOS DE ARTUR MAS
Hoy voy a hablarles de mis pezones. Los pezones son siempre un tema jocoso y recurrente. Sirven lo mismo para una conversación de ascensor (“Hoy tengo los pezones picudos”. “Sí, parece que por fin va entrando el invierno”) que para un examen sorpresa: “Los pezones en la antigüedad. Pezones famosos. Dios y los pezones. Los pezones de Rajoy. Y los de Artur Mas. La desconexión de los pezones. ¿Cómo hay que tocar los pezones? Un kilo de pezones. Estudio de los pezones en Amanece que no es poco. Pezones e ingles. Pezones y plagio. Pezones y disposición transitoria cuarta. ¿Para qué tienen pezones los hombres?”.
Esta última nunca me la he sabido. De hecho, yo no me di cuenta de que tenía pezones hasta los dieciséis años, durante un verano que me hice piesnegros. Solía dormir en la playa de la Concha y todas las mañanas que me despertaba vivo nadaba hasta el gabarrón para saludar al sol estirándole de los cojones desde un trampolín. Y para lavarme los sobacos. Una de aquellas mañanas en las que las bandas de niños pijos con jerseys atados al cuello tampoco habían conseguido descalabrarme tirándome sillas y bolas de helado desde el Paseo, mientras practicaba el croll, comencé a ser consciente de mis pezones. Ahora que lo pienso, puede que en realidad antes ni siquiera estuvieran ahí. Puede que mis pezones descapullaran entonces, como plantas marinas, como corales rosas, como dulces y pequeñas tetas de monja deshaciéndose en saliva… No lo sé. Lo único que recuerdo es aquel picor en mis pechos. Miles de pececillos filólogos acudían a mordisquearlos, atraídos por la fonética rotunda y familiar de esa palabra: pezón. Era un picor insoporteibol, de modo que cambié de estilo y comencé a nadar a espalda y mis pezones enrojecidos se convirtieron entonces en boyas, en salvavidas, en lanchas de la Cruz Roja y a uno de ellos se agarró Alfonsina Storni y al otro un surfista demediado que venía colgado de los dientes de una orca. Llegué al gabarrón mareado, y me dejé caer exhausto sobre la plataforma. Todo daba vueltas. El sol orinaba sobre mi rostro una lluvia amarilla de luz y revancha, protegiéndose, eso sí, los cojones con una nube. Los otros bañistas me besaban en la boca, pero lo hacían desganados, sin lengua y sin amor y sin respeto alguno por los primeros auxilios, como si temieran que al recuperar el conocimiento yo les fuera a pedir veinte duros para un katxi-katxi de kalimotxo… No sé cuánto tiempo estuve allí. Pero cuando me desperté los pezones todavía seguían ahí. En carne viva.
Todavía hoy, de vez en cuando, me siguen picando, y cuando me los rasco siento elevarse desde ellos el olor a salitre, a sangre (mía y del surfista), a sol… Un olor antiguo, inmemorial, que lo mismo viene desde el futuro. Quizás los hombres tenemos pezones porque en otra glaciación fuimos o seremos mujeres. Y viceversa. Quizás cuando amamantemos a nuestros pececillos el mundo será por fin un lugar más habitable. Nuestros pezones están muy desaprovechados. Hay que mirárselos, tocárselos, chupárselos más e ir menos al fútbol y a la guerra. Pezones y desarme. Tratamiento gráfico de los pezones en el Marca. ¿Tienen pezones los piesnegros? El pezón, la pesca de bajura y la filología. ¿El antónimo de pezón es pezoff?