ENTREVISTA (EXTENDIDA) A ALBERTO PIEDRAFITA PARA GARA
“La tristeza es nuestra, y yo me atrevo a vivir esa tristeza con optimismo”
Alberto Piedrafita rememora en La plaza de la Txantrea, desde el epicentro del carismático barrio pamplonés, su infancia y adolescencia durante la década de los 70, una época en la que el rock y la protesta se convirtieron en nuevas y necesarias formas de estar en el mundo.
PATXI IRURZUN. IRUÑEA
Los que como él tenían quince años en los setenta, pasaron, sin transición, de “Desde Santurce a Bilbao” a Slade. Alberto Piedrafita Gómez recuerda con una tristeza inevitable pero a la vez plena de optimismo, su niñez y juventud en la Txantrea. Hace ya muchos años que este psicólogo y antropólogo, hermano del guitarrista de Barricada, no vive en la plaza, ni siquiera en Iruñea, pero recuerda como si hubiera sucedido ayer, todo: el rastro, el cine de barrio, el muro del manicomio, el barranco y los descampados, los sobres sorpresa del Vitorino… En La Plaza de la Txantrea, editado por Txantrean Auzolan, ha recopilado los textos que durante año y medio aparecieron publicados en la revista del barrio. Charlamos con él una tarde en la que vuelve a casa por Navidad desde Zaragoza, mientras de fondo, en el bar, se escuchan en una feliz casualidad los acordes de “Smoke on the water”.
– ¿Cómo fue aquella época de ruptura y cambio?
No sabría situar una frontera, pero está claro que hay un antes y un después, pasamos de aprender a tocar en la guitarra “Desde Santurce a Bilbao” a Slade. Fue la aparición de una contracultura, que en el caso de la Txantrea se cocía en Irubide. Irubide era el sitio, y la banda sonora de Irubide era Bob Dylan. Allí pasamos de ese descubrimiento del rock a un capítulo de compromiso, de romper con la cultura establecida y crear nuevas formas de estar en el mundo. Claro, para un chaval de 16 años, todo aquello era tan rico, tan lleno de matices, tan explosivo, que provoca una sensación inmensa que es imposible no recordar.
-Y además en muchos casos Irubide suponía un paso de colegios de curas o monjas, solo para chicas o chicos, a aulas mixtas…
Para mí, fue un impacto tan grande que yo creo que el primer años suspendí todas… Y era un buen estudiante, siempre lo he sido, pero aquel cambio, aquella nueva manera de estar en el mundo, me abrió la cabeza en todos los sentidos y tuve que repetir COU.
-Era otra forma de aprendizaje…
-Aprendimos muchas cosas. Yo tengo un recuerdo de solidaridad, sobre todo, tanto en lo social como entre nosotros, de fidelidad, muy hermoso.
-La música está muy presente a lo largo del libro, ¿qué ha significado para usted, qué importancia tiene en su vida?
La música era el hilo conductor, vivíamos por y para la música. Recuerdo los vinilos de 300 pesetas en Orbaiceta, abrirlos en Navidad, porque solo nos podíamos comprar uno al año, era poner el tocadiscos, sentir cómo se clavaba la aguja en el vinilo… Queríamos ser músicos por encima de todo. En realidad, no queríamos tanto aprender a tocar eso no, era difícil, nos interesaba más salir en las fotos, como salía Slade o Bob Dylan
-Y de fondo de toda esa banda sonora, la Txantrea, un barrio que imprime carácter.
La Txantrea tiene algo mágico que nos llevaba a esa solidaridad y fidelidad de grupo y a estar siempre culturalmente muy activos. Y es algo que sigo viendo, cuando vengo aquí, veo las paredes llenas de carteles, aunque yo ahora tengo una sensación de tristeza, posiblemente porque no conozco mucho el barrio, y ahora no llego a saber con profundidad que hay detrás de esos carteles…
-La tristeza y la melancolía, cierto tono poético y muy cuidado, es también la voz que transmite el libro…
Pero yo creo que es un libro optimista. Yo creo que tal y como están las cosas y la época que nos ha tocado vivir la tristeza es nuestra, es inherente, cambiarla por otra emoción me parece una estupidez, y yo me atrevo a vivir esa tristeza, a recordar aquello, pero a hacerlo a la vez con cierto optimismo…Es cierto que en la escuela nos han pegado, que en la Txantrea nos han perseguido, pero no tengo un recuerdo negativo de todo aquello, tengo un recuerdo compasivo, incluso de la gente que pudo hacernos daño. Es lo que siento ahora…
-Y es también un recuerdo muy nítido, sorprende como recuerda cosas, pequeños detalles.
Todo lo que hay es literatura, por encima de todo, el narrador es escritor, y aunque la base está en lo que viví, efectivamente, no estoy muy seguro de si de lo que viví fue realmente así… El recuerdo está muy maleado, pero al final casi no importa lo que fue, importa lo que recuerdo… Hay cosas por ejemplo que recuerdo de una manera que luego he comprobado que no eran así, a mi madre, por ejemplo, una tarde recogiendo moras en el muro del manicomio, apareció un señor y le quitó las moras, y eso es algo que yo siempre le he cuestionado, “Eso es imposible”, le decía yo, pero el otro día en la presentación, apareció un señor que describía con pelos y señales a aquel carabinero, su correaje, la escopeta con la que disparaba sal…
-El japi…
-No, no era el japi, aquellos guardas municipales, aunque en la Txantrea estaba el japi, sí, Ardanaz, que aparecía continuamente en nuestras vidas… Aunque a quien recuerdo con más cariño es al Vitorino, y su tienda de golosinas, que era una especie de Olentzero protector, que nos acogía, que escuchaba nuestras preocupaciones infantiles… Y luego estaba el mesié, que era una especie de Vitorino burgués, era otra cosa, diferente a nuestro barrio obrero, el mesié, de los escolapios, que también tenía una tiendita, una caverna, en el frontón del colegio, y que hablaba francés, bueno, no, se inventaba el francés, “Una peseté, una peseté”… Son recuerdos que seguro que tiene otra gente, en otras ciudades y barrios, en los que habría algo parecido, pero a la vez este es un libro sobre la Txantrea y no creo que esto sea gratuito, es difícil encontrar un lugar tan especial, tan lleno de matices, he vivido en muchos sitios y me ha resultado difícil encontrar un lugar con ese espíritu. Y eso es, en definitiva, el libro: un homenaje a mi barrio.
Versión extendida de la entrevista publicada en Gara: