«No sé si esta noche voy a dibujar o a pintar», dice Baudoin (Niza, 1942), delante de un mural en blanco de 3×2 metros, en la sala de armas de la Ciudadela de Iruñea. Junto a él, una bailarina. Y dos pisos por encima de su cabeza (esa cabeza que, como las de muchos de los personajes de sus comics, echa fuego) una exposición con originales de sus últimos trabajos: «Dalí», la biografía que le encargó el Centro Pompidou, para una exposición retrospectiva sobre la obra del artista catalán; el cuaderno de viaje «Viva la vida.
Los sueños de Ciudad Juárez», dibujado a cuatro manos con Troubs; y «El sabor de la tierra» donde ambos repiten la fórmula, dibujando esta vez los recuerdos más valiosos que los campesinos colombianos, atrapados entre el fuego cruzado de las FARC, los narcos y el ejército, les contaron a cambio de un retrato (esta última obra publicada esta misma semana por Astiberri, que también editó las dos anteriores).
«Para mí el dibujo representa la música», explica Baudoin, antes de empezar su action-painting. Junto a él Elisa Arteta, la bailarina, empieza a dar leves pinceladas al aire con su cuerpo. «Y la música es vida, si no hay música no hay vida; la música está en todo, en la danza, en la literatura, en dos personas que se aman… Y en la pintura. Para un dibujante los trazos negros son sonidos, y el cuadro en blanco el silencio. El silencio se ennegrece con la angustia, con los problemas, así se crea un dibujo. La música, la vida, la pintura es confrontación», dice Baudoin, y después empieza a danzar frente al mural en blanco, perfila trazos, algunos suavemente, otros con violencia, empareja sus movimientos con los de la bailarina, en alguna ocasión incluso los dos ruedan por el suelo…
La dilatada y multipremiada obra de Baudoin (que ha colaborado con artistas de la talla de la escritora de novela negra Fred Vargas) sus comics y cuadernos de viaje, que en ocasiones diluyen las fronteras con las artes plásticas, están llenos de luz y de dolor, de búsqueda y esperanza. Las cabezas de sus personajes no son suficientes para contener sus pensamientos, las contradicciones que los atormentan, sus sueños y frustraciones… Hay, de hecho, motivos recurrentes en sus libros, como esas cabezas en llamas, que aparecen en las portadas de «El viaje» o del antes citado «Dalí», donde Baudoin se atreve incluso a reinterpretar los cuadros del genio de Cadaqués.
Ahora, mientras Baudoin pinta, su mente en plena actividad también se desborda, echa humo, lo oímos reírse, abstraído en sí mismo, o murmurar algunas palabras («¡La vida, la vida!), mientras intercambia miradas con la bailarina. Todo un lujo para los espectadores, que asisten quizás a la forma más radical de creación, la gestación de un cuadro, frente a otras interacciones artísticas que solo son recreaciones (escuchar una canción, leer un libro…).
El resultado final es un mural en blanco y negro al que Edmond Baudoin titula «Pamplona» y que trata de explicar algo caóticamente (un toro que danza, la guerra civil, las murallas, la violencia contenida y la vida que le ha transmitido la ciudad esa mañana durante un paseo…). «En realidad, no sé muy bien qué hago cuando pinto», reconoce al acabar. «Tampoco sé que piensan ustedes», se dirige al público, «pero he podido notar su tensión. Yo he visto dibujar en festivales a otros pintores y pienso que es algo mágico.
Quizás ustedes también lo piensen. Para mí, sin embargo, es siempre un fracaso. La vida es siempre un fracaso», concluye insatisfecho. Pero mientras su mural iba cobrando forma no ha dejado de bailar, de oír la música de los pinceles y el silencio del lienzo en blanco, de celebrar, a pesar de todo, la vida. Ni de pintar. Porque esta noche, finalmente, Edmond Baudoin, no ha dibujado, ha pintado.
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