De vez en cuando, rebuscando entre los libros que las mesas de novedades nos ofrecen, se encuentran sorpresas agradables. Es lo que me ha ocurrido a mí con La tristeza de las tiendas de pelucas, de Patxi Irurzun (Pamplona, 1969), una colección de relatos muy sólidos que he leído con auténtico interés. Lo primero que me llamó la atención fueron los títulos chocantes de algunos de los cuentos (“Mi padre, los libros Reno, Ned Flanders y los beats, todo en la misma frase”, “El año de la lengua azul en la ciudad del mundo al revés”, etc), pero pronto me convencí de que tales marbetes no escondían humo narrativo, ni extravagancias de jovencito rompedor que juega a epatar pero luego no ofrece nada a cambio, sino páginas de brillante contenido e impecable ejecución, donde muchos frentes temáticos eran abordados con maestría: la condición metafórica de un vehículo urbano (“El mundo es un autobús”); las realidades angustiosas que se pueden esconder bajo un disfraz aparentemente risible o patético (“El vértigo de Spiderman”); una escena de bar que podría haber rodado Luis García Berlanga (“¿Para qué vamos a perder el tiempo hablando si podemos arreglarlo a hostias?”); secuencias donde el humor, la modernidad y hasta una cierta truculencia conviven sin fricciones (“Fray Spray”); la decadencia irremediable de una antigua estrella del pop juvenil de los años 80 (“Superpop o La tristeza de las tiendas de pelucas”); el modo en que la situación actual golpea a los más jóvenes (“Trigesimoquinta crisis”); crónicas de fracasos personales que nos deparan una sorpresa última (“Peaje”); cuentos donde se coloca a Felipe de Borbón como uno de los narradores (“Espejo de príncipes”); y hasta una historia donde la inquietud o la zozobra nos pueden llevar hasta las fronteras del horror (“El censo del miedo”).
Me encanta la sensación de coger un libro al azar sin apenas saber nada del autor o de su estilo y comenzar a leer. Y ver que te interesa. Que su prosa es desinhibida, fresca, políticamente incorrecta, muy oral. Y que, bajo esa capa de cinismo que pulula por sus páginas, se esconde un agudo observador de esta sociedad cada vez más debilitada y hecha añicos. Porque Patxi Irurzun no deja títere con cabeza y arremete contra los diferentes estratos, desde el alcalde medio cacique hasta la monarquía.
En los cuentos que componen esta colección, podemos hacer una escisión entre los más puramente desenfadados y surrealistas, como son El año de la lengua azul en la ciudad del mundo al revés, donde una enfermedad que afecta a las reses provoca que en los San Fermines de ese año se corra delante de avestruces y, en lugar de corrida vespertina haya un encuentro Madrid-Barça con las camisetas intercambiadas; Reliquias y jorobas, que me ha parecido un cruce entre el Hunter S. Thompson de Miedo y asco en las Vegas y cualquier autor de la generación beat; y,¿Para que vamos a perder el tiempo hablando si podemos arreglarlo a hostias? narrado a modo de Western donde el alcalde y el inmigrante senegalés se baten en duelo por ver quién hará de Baltasar en la cabalgata de reyes.
Por otro lado, tenemos una serie de textos que, sin perder un ápice de frescura y acidez, critican con fiereza la realidad social que nos ha tocado vivir. Así, tenemos un par de relatos como El vértigo de Spiderman o Trigesimoquinta crisis donde el tema a tratar es el paro. En el primero, un antiguo trabajador del banco tiene que malvivir disfrazado de Superman después de que la compañía le echara. En el segundo, una joven pareja se tambalea ante la falta de trabajo de él. Y, por encima de estos dos cuentos, Peaje, el mejor texto de este libro, donde se nos narra la vergüenza que puede llegar a sentir una persona por el hecho de haber perdido su trabajo y, con ello, sus «privilegios» de clase social media.
Otros cuentos, como El mundo es un autobús, muestra una realismo existencial y pesimista solo llevadero por el amor. Si bien es un tanto tópico y el desenlace es un poco tramposo, funciona como relato. O Fray Spray, sobre la corrupción política, los favores entre unos y otros y la especulación inmobiliaria.
Relatos todos ellos apegados a una inmediatez, la del aquí y el ahora, llenos de humor irreverente y desopilante que esconde mucha más rabia de la que cabe esperar. Así que no se dejen engañar por la aparente diversión y agilidad de los textos, pues esconden lanzas afiladas que se clavan con facilidad en las conciencias.
Me constan la gran difusión e increíble acogida que ha tenido este libro de relatos pero no quería dejar de hacer mi propia valoración y recomendarlo para los ratos de playa y piscina que el estío nos propicia. En mi caso me ha acompañado en La Manga.
Ofrece el libro una amplia variedad de relatos tanto en contenido como en estilo pero, eso sí, todos cautivadores y con la capacidad de dejarte algo en qué pensar, algo que sentir, algo que reivindicar, unas risas o quizá hasta unas lágrimas. El estilo es dinámico, contundente, de sintaxis bien urdida. Sorprende su facilidad para las imágenes irreverentes y un tanto escatológicas (que se escandalice el más pazguato, los demás echaremos unas risas): “el fin de semana había pasado en un suspiro (…) un pedo de una mosca con resaca”; “empezó a llover (…) unas gotas gruesas y redondas, espesas (…) como si alguien le hubiera hecho una paja a dios en el cielo”. Inevitable, pues, que recuerde a Bukowski en un par de ocasiones.
De su pluma ágil nos vamos encontrando con personajes desfavorecidos y enternecedores como Amadú, Fray Spray,… y a sus contrapuestos odiosos (justos vs. villanos): el concejal alcohólico vestido de rey negro Baltasar frente al senegalés valiente y emprendedor; la iglesia y otras administraciones que son capaces de desviar el camino de Santiago frente al frailecillo y su bote de spray. Personajes que nos producirán una mezcla de guasa y compasión: Güan, redactor de guías turísticas, haciendo la crónica de unos disparados sanfermines; Bruno, estrella del pop de los 80 venida a menos por el acoso de los chicos de Verano Azul y su insoportable musiquita… Y personajes desahuciados por la sociedad que, sin duda, abren una brecha en la tranquilidad de nuestras vidas: muy alto el “peaje” del abandono y la pobreza en la mamá que opta por la supervivencia a cualquier coste; inolvidable el parado que se viste todos los días de Spiderman para combatir la crisis en la clandestinidad; hasta el príncipe Felipe nos inspira compasión atrapado en su rol monárquico derribado por un estrambótico personaje que viste ¡una camiseta con Louis-Ferdinand Céline!
No obstante, tras todos los relatos late un gran corazón, ternura frente a la crítica, humanidad frente al abuso. Será por ello que Patxi Irurzun decide hacerse niño en el último relato y acabar el libro con la inocencia que se merece toda infancia.
Subscribo las palabras de David Benedicte en la contraportada: “humor y transgresión no están reñidos con la buena literatura”.