El mundo al revés y Patxi Irurzun. La tristeza de las tiendas de pelucas (Reseña en Factor Crítico por Miguel Ángel Mala)
El título recuerda, salvando las distancias, a ese verso de Neruda que decía: «el olor de las peluquerías me hace llorar a gritos…», sólo que referido a las tiendas de pelucas, y podríamos decir: el olor de las pelucas en las tiendas de pelucas me hace reír a carcajadas, imagino que ésa es la tristeza a la que se refiere Patxi Irurzun, porque la mayor parte del libro es sencillamente descojonante.
Como suele suceder en estos casos, la colección del navarro está sembrada de relatos dispares. Cada uno de ellos constituye una isla en un archipiélago de estilos e intenciones. Desde la parodia del western en «¿Para qué vamos a perder el tiempo hablando si podemos arreglarlo a hostias?» al simbolismo pesimista de «La vida es un autobús», del realismo fantástico de «El año de la lengua azul en la ciudad del mundo al revés» a la narración infantil de «El cangrejo valiente». Sin embargo, el trabajo del lector avisado consiste en descubrir los hilos casi invisibles que unen unos relatos con otros.
A mi parecer, dos son los puntos cardinales de la escritura de Irurzun. El primero, cierta bonhomía que podríamos denominar «moral sencilla», de tintes casi siempre sociales, en la que se transparenta la escala de valores de un Philip Marlowe hispánico. Estos serían, más o menos, los siguientes:
– Apología del hombre común.
– Desconfianza hacia las instituciones en general y sobre todo hacia las más rancias como la Iglesia, los partidos políticos, los clubes de fútbol y las Sociedades de Autores.
– Gusto por el sexo femenino, en todas sus variantes y cerdadas.
– Apología del macho ibérico.
– Cierta tendencia sentimental hacia el amor visto como cura de todo mal, y la fraternidad humana como epítome de todo amor.
Si esto quedara ahí, Irurzun sería una especie de Hemingway disminuido, un progre lleno de resentimiento hacia todo y todos los que no le han bailado el agua.
Pero no es así.
Y no lo es porque, en ese arsenal de aparente topicidad, surge el humor en su último estadio, lo que viene denominándose desde hace mucho tiempo parodia. Una parodia que a veces raya la sátira. Y ahí es donde el inconformismo se torna una carcajada visceral, exenta de cortapisas morales. Y es ahí donde más me interesa nuestro autor.
El ilustre erudito ruso Mijaíl Bajtín afirmó que la parodia era el género terminal. Muchos otros habían observado ya que en los movimientos artísticos había fases, y que éstas eran más o menos las siguientes:
Fase primigenia: nace un estilo, una cultura, un modo de interpretar el mundo.
Fase clásica: se consolida.
Fase barroca: se exagera.
Fase manierista, rococó, helenística, etc: se alambica hasta la extenuación.
Pero sólo Bajtín vio que, cuando ya se había hecho todo lo que se tenía que hacer con un estilo, una cultura, un modo de interpretar la realidad, aún quedaba reírse de todo ello.
Y ahí es donde surge la parodia, la inversión de valores, la imitación burlesca que pone arriba lo que está abajo y abajo lo que debiera estar arriba, algo que llevamos en nuestra propia naturaleza. No es más que la risa báquica, el carnaval, el aquelarre de las brujas dedicando sus orgasmos al macho cabrío… No es casual que Irurzun mencione el mundo al revés en uno de los relatos, porque La tristeza de las tiendas de pelucases, en suma, el mundo al revés de Bajtín ubicado en la contemporaneidad más efervescente de una España a la deriva.
Irurzun es el Rabelais español, un cachondo con cierta moralidad –que espero pierda poco a poco como escritor-, un tipo que ama la literatura y por ello no sería capaz de prostituirla. Porque de eso se trata, de dar placer gratis, sin cobrar, sin pagar peajes que vuelvan las obras un mercadeo indecente de lo políticamente correcto, de la moda, de los festines de las grandes editoriales.
Por eso nos narra unos San Fermines con avestruces en lugar de toros:
los toros siempre me han parecido unos bichos algo cabezones (…) El avestruz, por el contrario, obra de un modo igualmente estúpido, pero al menos da muestras de una mente imaginativa, pues espera llegar con su cuello enterrado en la tierra hasta un mundo antípoda, hasta una ciudad del mundo al revés en donde los avestruces corretean felices y despreocupados porque allá la muerte no existe
Por eso nos habla de dos locos montados en una ambulancia que secuestran del Monasterio de Yuste «el busto del caballero de la legión tebana de San Mauricio, que aparecía en un retablo junto a alguna reliquia de algunas de las once mil vírgenes…». Por eso nos habla de un cura rural que se dedica a sabotear la construcción de un hospicio de peregrinos público armado de un aerosol, a lo grafitero. Y por eso introduce a los protagonistas de Verano Azul y hace que un cantante pop —o superpop— desvirgue a una aún núbil e inocente Bea y le estampe una televisión en la cabeza a Pancho. Porque es su forma de sacarnos de la realidad como una droga psicodélica y hacernos ver las cosas desde otro punto de vista: el del puro y simple descojone.
Aunque, por supuesto, cabritean entre las páginas de este libro muchas referencias literarias, cinéfilas, históricas, desde la generación beat a Los Simpson, de Spiderman a los libros Reno y las Pulp Fiction. Hay incluso guiños a autores afines, como podría ser la mención de Oláriz en «Fray Spray», haciendo que los hechos tengan lugar en el pueblo inventado por Josu Arteaga en su Historia Universal de los hombres gato.
Y es que el corazón de los habitantes de Oláriz es negro y tiene pelos, seguro, y el del párroco que defiende a capa y espada el prebostazgo de su refugio para peregrinos, único medio de manutención, también. Y eso me encanta. Como me gusta el homenaje a Verano Azul y a los ochenta, y la caricatura del cantante pop que pierde su melena y sólo sueña con recuperarla mediante un implante en la clínica Svenson emulando a José Bono. O el desfogue al más puro estilo de Dostoievski en «Espejo de príncipes».
Lo único que le reprocho a Irurzun es que trate de justificarse en muchas ocasiones y que explique lo que está por debajo para que deje de estar por debajo y pueda entenderlo todo el mundo. No creo que un escritor deba justificarse nunca, ni siquiera si escribe sobre un tipo que lleva una camiseta con la cara de Celine. Sabemos que Celine era filonazi, o eso dicen, pero no es necesario explicar que un escritor puede escribir muy bien y ser una mala persona al mismo tiempo. Sencillamente, no hace falta. Y tampoco que nombre explícitamente «verano azul» cuando el lector debería haberlo deducido casi desde el principio. El que lo entienda, bien, y el que no, pues también bien. Pero explicar las cosas, no señor. Es un modo de rebajar la literatura, creo yo. Un modo de querer ser entendido por quienes, de cualquier manera, jamás leerían tus escritos.
Por lo demás, el libro es delicioso.
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