Yo tenía dos tíos que eran dos viejos verdes de paisano. Sus mujeres no sabían lo cerdos que eran –o hacían como que no lo sabían- porque cuando se cruzaba en sus caminos una chica cañón mis tíos decían , mientras se miraban con complicidad y los ojos les hacían chiribitas:
—Qué zapatos más elegantes.
—Y qué colores más bien combinados.
Etcétera.
La chica de la foto lleva unos zapatos que parecen de niña, unos zapatos que inspiran ternura, unos zapatos de cenicienta rebelde, que no se descalza para que ningún príncipe azul venga a chafarle el cuento, zapatitos trotones, desgastados de tanto perseguir sueños y recorrer castings. Y luego está su ombligo, un ombligo extraño, despigmentado, como el cerco de un vaso, como si alguien bebiese a menudo en él vino y los vientos, un ombligo extraterrestre, que da un poco miedo, sobre todo cuando la chica hace OMMMMM, e invoca con sus dedos largos y estilizados no sabemos si a Isis o a los venusianos, a seres de otras galaxias con inteligencias superiores y corazones más grandes, a marcianos que no solucionan todo a hostias y a los que no les hace falta salir a la calle para reclamar lo que les corresponde, OMMMM, repite la chica, que igual a quien está invocando es a los dioses de una revuelta de la que ella se convierte en musa, en profeta, o igual simplemente tiene el ombligo de esa manera porque se lo ha desgastado de tanto mirárselo.
Jill Love, que así se llama la chica, apareció de repente, surgida de la nada, durante las protestas del 25 S, y en un periquete triunfó el amor sobre la violencia, los fotógrafos dejaron de fotografiar a gente con la cabeza abierta y a policías con cara de perro y se arremolinaron alrededor de ella, mientras se decían unos a otros “Qué zapatos más elegantes, qué colores más bien combinados, etcétera”. Después Jill desapareció como había llegado, tragada por la multitud y la nada , aunque al cabo de unas horas, nos enteramos de que era modelo y actriz y de que estaba dirigiendo una película. OMMMMMM.
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