LA CULPA DE TODO LA TIENE MARTÍN VILLA
Pensé que nunca más volvería a hacerlo, pero aquí estoy, cabalgando a lomos de la perdición, conduciendo, dentro de un coche que es como la cocina del infierno. Perdición, qué quieres conmigo, Perdición, que no somos buenos amigos…, canta Caldito en la radio. “Perdición”, la canción más salvaje que he oído en mucho tiempo, y yo piso el acelerador a su ritmo, dejo de ser el último peatón y me convierto en un piloto suicida.
La culpa de todo la tiene Rodolfo Martín Villa. Sobre el asiento de copiloto está el periódico, ese periódico de izquierdas que los domingos publica suplementos “Especial Lujo” y en el que el susodicho ensarta, en una entrevista, otra de sus perlas: “Gobernar es mandar, pero también ceder”, dice. Y en la foto pone cara de “Nosotros los demócratas”. Gobernar yo pensaba, por el contrario, que era, o que debería ser aquello que decían los zapatistas: obedecer. O mandar obedeciendo. Pero a Rodolfo Martín Villa se le ve el plumero. Ordeno y mando. Y de vez en cuando, si somos buenos chicos y lo pedimos por favor, algún caramelico, que nos da con una mano sin soltar nunca con la otra el mango de la sartén. En la misma entrevista (en la que se le retrata con photoshop curricular, como a un prócer de la democracia, con la misma desvergüenza que a su conmilitón Manuel Fraga cuando murió, hace unos meses) el ínclito Martín Villa se enorgullece de su pedigrí familiar, un árbol genealógico en el que hasta en las ramas más altas no hay monos haciéndose pajas, sino tipos con levita que ya estaba acostumbrados a mandar, o a gobernar —la gobernanza, dirán ellos—. Emprendedores. Benefactores de la humanidad. Hombres importantes.
Así que después de leer toda esa zaborra, no he podido evitarlo, he sufrido una recaída, he bajado al taller, he pagado la reparación del coche y he vuelto a ponerme al volante. Y aquí estoy, ahora, conduciendo en dirección a sus búnkers, a sus palacios custodiados por leones, desde los que mandan y a veces, oh, gracias, ceden. Allá voy, con la ventanilla bajada y el brazo de pegar collejas colgando. Preparado, dispuesto a todo, siempre de la mano de la perdición. Amasando en la boca las palabras que les escupiré, a esos que se creen importantes, sin serlo. Los hombres y mujeres importantes de verdad son los que enseñan a leer a nuestros hijos, los que conducen los autobuses, los metros, los trenes en los que subimos, los que arreglan nuestros coches (ahora, por ejemplo, oigo un tikitiki en el motor del mío), los que abren nuestros cuerpos y nos toman la temperatura, es de ellos de quienes dependen nuestras vidas, no de vosotros —les diré—, y si ellos no están contentos, nosotros no estamos contentos, y si nosotros no estamos contentos, ni tranquilos, vosotros tampoco lo vais a estar, vosotros os creéis imprescindibles, pero no lo sois, a vosotros os hemos puesto ahí nosotros, no para que nos mandéis, sino para que nos obedezcáis, y nosotros os quitaremos de ahí, ese es el juego, o así es como debería ser (porque en el fondo, sí es cierto que Fraga y Martín Villa son padres de esta democracia y el juego es otro, el juego es el mismo que antes, pero también es cierto que cada vez son más los que se dan cuenta del pufo).
Todo eso voy pensando, mientras el calor y el cansancio pesan terriblemente sobre mis párpados, y no puedo evitarlo, por un momento cierro los ojos, Si te paras, cocinan tu alma, me recuerda, sin embargo, Caldito, y enseguida vuelvo a abrirlos, y a mi alrededor veo a cientos de conductores suicidas, a bordo de coches que hacen tikitiki, coches con los frenos rotos, y que llevan mi misma dirección, adiós, amigos, me voy con ellos, con la mano de pegar collejas presta, la boca llena de saliva y sangre y el pie hundido en el acelerador, adiós amigos, ha sido un placer, ojalá que volvamos a vernos, hasta pronto.
Ultima entrega de la colaboración «El último peatón», en el suplemento veraniego Udate de Gara