Ayer en Diario de Navarra, donde de repente me he hecho visible y soy escritor (he salido dos semanas seguidas, casi más que en el resto de mi vida y de mi docena larga de libros) , coincidiendo casualmente con la publicación de los cuentos infantiles que estoy publicando para la colección «Erase una vez en Navarra», publicaron un artículo sobre las relecturas de algunos escriotres, entre ellos, un servidor.. Como la cosa no salió en edición digital recurro al cutrerío y le hago una foto al papel y la pongo aquí, y como todo eso no sirve para nada porque no se ve un pijo pego también la respuesta completa que di, que no es la misma que salió, porque luego, ya se sabe, por cuestiones de espacio no entra todo, hay que recortar, etc, etc:
«La verdad es que no suelo releer mucho, primero porque se me acumulan los libros para leer por primera vez o descubrir; y segundo porque cuando vuelvo algunas veces sobre lecturas las asocio con las épocas de mi vida en las que los leí por primera vez o descubrí a un autor, y a veces tengo miedo a que algunos de los libros de los que guardo buen recuerdo me decepcionen. No es lo mismo, ni marca igual leer a Bukowski con 15 que con 40, aunque es uno sobre los que vuelvo a veces y no me suele fallar, pero ya no hay ese deslumbramiento. Pero sí hay algunos autores que siempre me acompañan, en mi estantería tengo un par de baldas con mis libros preferidos (libros más que autores) y ahí no faltan «El pan desnudo» de Mohamed Chukri, «Un puñado de estrellas» de Rafik Schami, «Pregúntale al polvo» y «Espera a la primavera» de John Fante, «Última salida para Brooklym» de Hubert Jr, Selby,» Las pirañas» de Miguel sanchez Ostiz y culaquiera de sus dietarios, el Lazarillo de Tormes, Luces de Bohemia de Valle-Inclan. También releo mucho y me parecen muy actuales los comics de Maki Navaja. Ültimamente estoy releyendo algunos libros (como La lluvia amarilla, de Lllamazares, o La tregua de Benedetti), para el club de lectura que llevo en la biblioteca de San Jorge, y en este caso, y gracias a los puntos de vista de quienes participan en ese club, descubro cosas nuevas o en las que no había reparado. Releer me provoca sensaciones contradictorias, por una parte me hace sentirme culpable porque me «quita» tiempo para nuevas lecturas, pero por otra parte me parece enriquecedor por esos nuevos descubrimientos o matices. Es, en fin, como cuando alguien planea un viaje, siempre quiere ir a lugares en los que no ha estado, pero tampoco está nada mal volver a París o a Nueva York y verlos con otra mirada, que cada vez es distinta, depende de tu circunstancia vital más que de la propia ciudad o el libro que revisitas.
El cuento de hoy, 1 de mayo, es un viejo cuento (que recupera e ilustra una vez más Exprai), sobre la que fue mi primera experiencia laboral, con 17 o 18 años. Las cosas no han cambiado demasiado, y si lo han hecho ha sido a peor. Un viejo cuento.
PRIMERO DE MAYO
Patxi Irurzun
¿Experiencia? No. ¿Carnet de conducir? No. Servicio militar? No. Cada una de aquellas preguntas era como un conjuro que me hacía más y más diminuto frente al mostrador y también frente al mundo. El mundo siempre esperaba de uno que tuviera algo, un carnet de conducir, una licencia militar, una carrera, un trabajo fijo, y aunque uno prefiriera empequeñecerse frente al mundo no podía porque le pisaban como a una cucaracha.
—¿Puede venir mañana a las seis?
—Eso si– contesté apresuradamente, aunque quizás no pudiera: la empresa que había que limpiar estaba en un polígono industrial a las afueras y a esas horas todavía no circulaban autobuses.
—Perfecto. Entonces allí le esperamos.
A la mañana siguiente tuve que pedir un taxi. Mientras éste se dirigía a la fábrica miraba el taxímetro y pensaba que debía conseguir que alguien me prestara una bici sino quería trabajar únicamente para pagarme el desplazamiento al trabajo.
No había amanecido todavía cuando llegué a la fábrica.
—Llegas tarde– dijo el encargado, de todas maneras, cuando lo encontré, y me entregó un buzo, unas botas, un cubo y jabón.
El trabajo no parecía complicado: consistía en limpiar la grasa acumulada en las máquinas. Sin embargo al cabo de dos horas la piel de mis manos se agrietó y despellejó. Al mediodía el encargado vino con unos guantes de goma.
—Póntelo, que ese jabón es muy fuerte– dijo, pero por lo visto empezaba a serlo a partir de ese momento.
Luego sacamos escombros a un contenedor y me corté con una chapa. Fui a limpiarme. En el lavabo serpenteaban, arratradas por un débil chorro de agua, gotitas de sangre, pero no pude ni siquiera ponerme una tirita. Vi en la puerta, paseándose malhumorado, al encargado y volví al trabajo.
Al mediodia, en el vestuario, le pregunté a un compañero que me sonaba del barrio cómo había ido hasta la fábrica. Parecía un tipo legal.
—Tengo una moto– dijo.
A la mañana siguiente el tipo me llevó en su moto a la fábrica. Era un tipo legal. Continuamos limpiando máquinas. Hacíamos apuestas sobre que color aparecería bajo la capa de grasa. En una ocasión estábamos riéndonos por el resultado de una de las apuestas y el encargado gritó:
—Menos risas y más caña, que hay mucho curro, joder.
A los demás no les gritaba, incluso se mostraba cordial con ellos. Me fijé en cómo trabajaban. La gente se lo montaba de puta madre en todos los sitios. En la universidad hacían preguntas tontas para que el profesor se fijara en ellos. Allí, para que el encargado no lo hiciera, limpiaban muchas máquinas, pero sólo en las partes visibles, y si te acercabas veías las manchas de grasa en los rincones y en las tripas de los motores. En todos los sitios parecía premiarse la superficialidad.
Una vez acabado el trabajo y a pesar de la bronca, el encargado vino al vestuario y nos habló cortésmente, incluso con dulzura. Dijo que le perdonáramos pero íbamos muy mal de tiempo, tal vez habría que hacer horas extras “¿qué os parece esta tarde?”. No respondí nada. En la oficina me habían preguntado cuántas horas podía trabajar al día y había contestado ocho, que suponía era el máximo permitido. Además había visto en las paredes de la fábrica pintadas que decían :. “Horas extras, vergüenza obrera” y creía que cada uno decidía si quería ser un sinvergüenza o no. Esa misma tarde comprendí que aquello no siempre dependía de ti.
Llamaron por teléfono.
—¿Por qué no ha ido a trabajar esta tarde?– preguntaron con cierta agresividad.
Yo, por contra, intenté mostrarme amable.
—Lo siento, pero no voy a hacer horas extras.
—De acuerdo. Entonces no hace falta que mañana vuelva. Pásese por la oficina y le pagaremos su cheque.
—Vale– contesté, intentando todavía mostrarme amable, indiferente, y también que mi actitud les resultara molesta, aunque creo que yo a ellos les daba igual.
Suponía que había hecho lo que debía pero a la vez me sentía un pardillo. Colgué y pensé que al menos al día siguiente no tendría que madrugar.