• Subcribe to Our RSS Feed

Claudio Ferrufino-Coqueugniot, Premio nacional de literatura boliviano 2011, escribe sobre ‘Dios nunca reza’

Ene 2, 2012   //   by admin   //   Blog  //  No Comments


El escritor boliviano Claudio Ferrufino-Coqueugniot, Premio Nacional de literatura 2011, ha escrito este hermoso texto sobre mi diario en el suplemento Ideas del periódico Página Siete de La Paz. Así da gusto empezar el año:

El Diario de un escritor (Patxi Irurzun)

Conducía a las tres de la mañana por la avenida Santa Fe, que une las ciudades de Littleton, Englewood, Denver. La ruta va paralela a las vías del tren. Uno infinito, cien vagones de carbón quizá, machacaba la noche, chis chas, chis chas; algún coyote se miraba en las orillas, cabeza gacha, oliendo el rastro de conejos que de tantos son por acá plaga. Al frente una lucecilla, el ojo del monstruo, y un hombre solitario. Pesarosos los trenes de la oscuridad, sin la alegría refulgente como se presentan de día. Este era epítome de soledad: un hombre que se iba de casa, quién sabe por cuánto, llevando multitud de carros metálicos, llenos al tope de polvo y roca, cada uno con una cima que los hacía parecer, en colectivo, una minúscula cordillera en movimiento.

En esa parte no hay vida otra que la salvaje. De a ratos un foco anuncia un rancho. Las pequeñas calles urbanas que se desgajan de Santa Fe poseen rostro sórdido. No hay hileras de faroles que las describan. La individualidad feroz de Norteamérica ha creado estos barrios oscuros, donde, y peor con la nieve sucia de barro y frío, abunda el desasosiego y se ahogan sollozos de angustia y miseria. A muy corta distancia nos miramos con el ferroviario. ¿Qué hacen dos personas a esa hora en la pradera de nadie? Trabajan. Le toco bocina que dudo escuche, pero hago señal de saludo con mis luces, y contesta con bramido de cachorro viejo. Luego lo traga la sombra y yo me escurro por debajo del entramado de avenidas que cuelgan del cielo.

Me pongo a pensar en un libro precioso, y triste, que comencé a leer en los aviones, Dios nunca reza, de Patxi Irurzun. No quiero describir los méritos ni el currículo de este escritor diez años menor que yo. La riqueza de las comunicaciones puede desnudarlo ante cualquiera que se interese; desgajarlo, levantarlo, hundirlo. Por qué ahora, dónde la relación del dietario vasco, navarro, español, europeo con mi derredor. En lo poco que veo de lontananza no hay tascas, ni voces que supondrían España. La vida cuesta aquí, durísima. Lo hace en todas partes. Silencio.

Alberdania publicó Dios nunca reza no hace mucho, en septiembre del 2011 (Irun). Su editor me envió el libro de Patxi porque se lo pedí. De él había leído cuentos de gran calidad, y las primeras páginas de su diario, que empieza un martes 17 de junio de 2008, seguían por ahí. Avancé hasta un instante en que me pareció leer algo que yo podría haber escrito, sensaciones, recuerdos, frustraciones, sueños. Será, me dije, que nosotros escritores, escribidores, escribas y amanuenses formamos un corro de quejumbrosos desposeídos, un sindicato apócrifo de fracasados y cobardes. Disquisiciones nacidas del recuerdo, de los años de trabajos insulsos y arteros, de los lustros sin escribir porque había que traer el pan a casa, jugar con los hijos, aguardar por los próximos, contemplar, desear y amar a la mujer que acompaña, sin nunca saber si devendrá eterna, o si otra vez, como sucede a menudo, estaremos como ese tren que se hundió en Englewood sin pena ni gloria, añadido numérico al voraz mundo insomne y terrorífico.

Irurzun camina por esa ansia del creador que ve que su obra se va por la canaleta sin poder hacer nada. Lucha, claro que lo hace, roba unas horas cuando los demás duermen. Contempla su casa, la que habita, la que pierde, la nueva, porque su narración es la historia de un traslado, tal vez incluso metafórico, que viene junto al próximo nacimiento de una hija, June, que significa la esperanza, mientras Urko, el niño suyo que un poco es él y mucho no, implica solidez y Malen, esposa y misterio, ánfora de preguntas sin respuesta o viceversa.

Difícil situación. Hay que arañar para alcanzar la renta, llevar el chico a mamá para cuidarlo, lidiar con el paro impuesto por esta falacia del Primer Mundo, ni siquiera eso en el Tercero. Encima el embarazo, el pie doblado de la niña en las visiones del médico, otra metáfora tal vez de que a pesar de andar en principio chueco, ha de llegar el tiempo en que lo hagamos derecho. Todo tiene arreglo. Hasta dejar la casa antigua, que guarda tanto, desde un olor a fritura hasta un gemido de amor y el llanto nuevo de los nuevos. No aferrarse, saber perder para ganarlo. Una casa se construye otra vez, una y mil veces, apenas se van ajustando los cacharros en los rincones. Libro de soliloquios, de límites donde a ratos asoma el fracaso, pero allí está el artista, puliendo líneas de un cuento, digiriendo el posible éxito de ganar un premio, bien elucubrando acerca de sus apéndices, sus vástagos, festejando el sexo de antes y el por venir con la mujer que ama. Páginas que de la penuria de lo cotidiano se entrelazan para formar eternidades.

Se piensa que los escritores somos seres extraterrenos, que nuestra sensibilidad, y lo que es peor, nuestra inteligencia, sobrepasan aquellas de los pobres mortales. La lástima es que existen autores que se lo creen y viven como tales la orgiástica dicha de los dioses falsos. Patxi no recrea de su vida personal genialidades ni encuentros de tercer tipo. Su literatura está presente, respira, habla de ella, la madura, la asimila para el momento en que pueda plasmarla. No es ajena a su brega diaria, a aguantar cabronadas de jefes en empleos inmundos, a preocuparse por las bombillas eléctricas, cerraduras, faros y vetustez del coche. Se pensaría qué pena que este hombre va perdiendo sus años en burradas semejantes, sin ser cierto. Contar los avatares domésticos de una existencia jodida por las circunstancias puede convertirse también en literatura.

Las palabras nos habitan, en cualquier lado. Quién sabe si el conductor del tren, al observarme, no pensó en escribir una historia sobre el tipo que manejaba el coche blanco junto a su máquina. Lo vi devorado por la oscuridad. Así me vería él. E inventamos el resto.

28/12/11

LE COQ EN FER (Blog de Claudio Ferrufino)

Leave a comment

ga('create', 'UA-55942951-1', 'auto'); ga('send', 'pageview');