VALIENTES
VALIENTES. Patxi Irurzun
“Las personas valientes tienen una estrella en el lugar del corazón y cuando mueren su corazón se queda en el cielo”. Lo decían los Capitanes de la Arena, los meninos da rua que retrató en un hermoso libro, pleno de rabia y esperanza, el escritor brasileño Jorge Amado. Y aquellos niños de la calle tenían razón, pues nunca he visto un cielo tan estrellado como aquella noche, tumbado sobre la pista de baloncesto del caracol zapatista de La Garrucha.
Yo estaba allá, acompañando a algunos miembros de la Comisión de Solidaridad con Chiapas, quienes habían hecho entrega del dinero recaudado (en buena parte con iniciativas como la primera entrega de ‘Los ritmos del espejo’) para construir un hospital en La Culebra. Esperábamos a que la Junta del Buen Gobierno encontrara un lugar en el que pudiéramos dormir sin que nuestros huesos de güeritos se astillaran y crujieran al día siguiente como un mueble viejo. Comenzaba a hacer frío, pero allá se estaba bien, con la espalda pegada al asfalto caliente, después de haber visto que el sol salía para todos pero se acostaba junto a la estrella roja zapatista que, dibujada sobre los tableros de las canastas, nos daba cobijo.
La libertad es como el sol, el mayor bien del mundo, decían también los Capitanes de la Arena. Porque la libertad era lo único que tenían aquellos pequeños. Todo lo demás se lo habían robado. Un hogar. Un futuro. Su niñez. Pero el sol seguía saliendo todos los días, también para ellos. Y eso no se lo podía arrebatar nadie, ni siquiera aunque la policía o los escuadrones de la muerte los asesinaran, porque entonces sus corazones se iban al cielo y brillaban como pequeños soles, como estrellas.