Forever young
Sábado 6 de septiembre de 2008
Me ha pillado desprevenido, mientras conducía, ha encontrado el hueco a través de la armadura, ha pinchado en blando, y he comenzado a llorar como un tonto. Forever young, de Bob Dylan, en la radio. Ni siquiera sé qué dice exactamente la letra, a mí la canción me ha dicho que cuando dejas de ser un niño la vida sigue siendo un cuarto lleno de cajas por desembalar, pero que a menudo estas explotan en la cara al abrirlas, te dejan ciego, te amputan las manos, o hacen que tú las sientas amputadas, que no quieras mirar hacia delante, que tengas miedo a seguir abriendo cajas, a encontrarte dentro de ellas cadáveres despedazados, trozos de ti mismo; me ha dicho también que yo tengo una habitación llena de cajas, en una casa nueva, pero que ni eso, ni la mudanza cambiarán nada, no tendré ninguna sorpresa cuando las vacíe, me encontraré lo mismo que tenía antes; que, sin embargo, mis armas deben ser la perseverancia, no ceder espacios a la sustancia gris y viscosa, que debo seguir combatiéndola, poniendo diques, leer un libro, escuchar un disco de vez en cuando, escribir unas líneas cada noche, aunque me pesen los párpados, esté agotado y malhumorado, como ahora, sentir que esa es mi pelea, y que no me van a tumbar nunca, que puede que esté equivocado, solo sea un boxeador sonado, pero no me importa, seguiré siendo joven, por siempre joven, si sigo peleando, aunque sea contra el viento.
Y he recordado también la última vez que escuché esa canción -tal vez esa ha sido la fisura que esta ha encontrado para herirme-, fue en una proyección de diapositivas que nos hizo en el trabajo Iñaki Otxoa de Olza, el montañero que falleció hace unos meses en el Himalaya. Le invitó un compañero, amigo íntimo del alpinista, un compañero que lo único que pretendía era que mi jefe se rascara el bolsillo, para la siguiente expedición de Iñaki (por supuesto, mi jefe no lo hizo, aunque luego, cuando él murió, se sumó al coro de plañideras y escribimos en la revista un artículo muy emotivo, mencionando los proyectos que el montañero tenía en mente -un artículo que ni siquiera escribió su amigo, mi compañero, porque lo acababan de despedir-).
El caso es que Iñaki nos habló de sus sueños, de lo que significaba para él la montaña, de los compañeros que había visto caer desde el techo del mundo, de las veces que él había estado a punto de hacerlo y cómo se había levantado. Yo le escuché con cierto desconfianza, nunca me ha atraído el frío, la nieve, el sufrimiento como superación, desafiar a la muerte por placer, cuando hay tanta gente que tiene que pelear por no perder la vida cada día. «¿Qué significan esos aros que llevas en las orejas, cada uno es un ochomil?» fue lo único que se me ocurrió preguntarle. Iñaki dijo: «no, en realidad no significan nada, simplemente me gusta llevarlos, sirven para definirme, para que determinadas personas vean que no tengo nada que ver con ellas», contestó. Para definirse, posicionarse, enfrentarse, ponerse en guardia frente a los enemigos… Esas eran sus armas.
Iñaki era un rebelde, sin nómina, ni hipoteca, que eligió no solo su propia vida, también su propia muerte. Uno puede morirse, en realidad, de muchas maneras, muerto de asco a causa de un trabajo seguro pero que odia, muerto de soledad en mitad de una ciudad repleta de muertos, muerto de puta casualidad (un accidente, cualquier loco que se cruza en tu vida…) un día cuando menos te lo esperas, muerto mientras observas tus miembros, tu cabeza, tu corazón despedazados en varias cajas de cartón, sin saber que estás muerto… Iñaki murió muy cerca del cielo, o al menos muy lejos de la tierra, a 7.400 metros, en el Annapurna, y allá se va a quedar para siempre. Como quería. La mayoría de las personas nunca podrán hacer esa elección, y probablemente yo sea una de esas personas, pero al oír Forever Young me he sentido -por una vez- orgulloso de mí mismo, de no haberme rendido -y saber que nunca lo haré ya- de no haber dejado de luchar, ni de esperar algo mejor para mí y, ahora, también para mis hijos; orgulloso de no haber bajado nunca la guardia, ni arrojado la toalla para mis sueños, de no haberme apartado jamás de este camino, largo y tortuoso, pero que yo mismo he elegido y he trazado.