LA CHULA POTRA
ESE TOCHO
1
Aunque en todos los equipos por los que he pasado mis compañeros me han apodado con alias nada ingeniosos, como «El Trípode», «Barrapán» o, mayormente, «Tocho», el secreto de mi éxito con las mujeres no tiene nada que ver con el descomunal tamaño de mi miembro viril. Tampoco está relacionado con la fama que me precede allá donde vaya, ni con mi personalidad dicharachera y jovial, ni siquiera con la cuenta corriente en la que se me desbordan los ceros por la derecha de la libreta. Quienes lo crean así no saben absolutamente nada sobre mujeres. A las mujeres lo que realmente las vuelve locas es un tipo que sepa acariciarlas y yo siempre he tenido unas manos superdotadas. Es por eso mismo por lo que soy portero de fútbol. Probablemente el mejor portero del mundo. He militado en los clubs más laureados, he ganado varias ligas y un Mundial y he compartido habitación con Dios, que entonces se llamaba Diego Armando Maradona… Y que me disculpen si a alguien le parezco sacrílego. Al contrario, conozco la Biblia lo suficiente como para saber que el Dios del que hablan en ella es un boludo, un tipo vengador, vanidoso y cruel al que sólo pueden haber inventado los hombres. Para mí Dios no es alguien que me haga avergonzarme de ser un hombre sino que convierto a Dios en todo aquello que me hace reír, gozar o tener esperanza. Dios es para mí la mujer con la que hago el amor —y como soy un tipo muy religioso y politeísta procuro hacerlo a menudo y con muchas mujeres—; Dios es cada disco nuevo de Andrés Calamaro; y Dios es Osasuna, el club que me ha fichado y que ha confiado en mí cuando ya todos me habían desahuciado.
El fútbol es así. Un mínimo error y pasas de ser el rey del mundo a un condón anudado en un descampado. En mi caso se trató de un regate mal calculado en un Barça-Madrid y automáticamente todas aquellas características de mi personalidad con las que siempre se había identificado la afición se convirtieron en pecados imperdonables: vividor, borracho, mujeriego… Me lo decían los mismos que aplaudían a rabiar cada vez que me adelantaba con el balón entre los pies y lograba dejar sentado a Raúl o a Figo. Me gustaba hacerlo así, driblar al delantero de moda, escuchar primero el murmullo en las gradas, y después los aplausos de alivio y mofa. Sentía que al hacerlo era capaz de poseerlos, de poseer no sólo lo que eran —se identificaban conmigo porque era un tipo algo golfo y de procedencia humilde— sino lo que añoraban, envidiaban y nunca llegarían a ser ellos, que nunca se arriesgarían a salirse del área y regatear a su destino —como mucho, ocultos y a salvo entre la masa, a desahogarse insultando al árbitro; o a mí mismo—. «¡Muerto de hambre, indio de mierda!», me gritaron entonces, de hecho, cuando erré el dribling. Y eso sí que me dolió. Me dolió tanto que, a pesar de que ahora una nueva afición, allá abajo, en la plaza, volviera a corear mi nombre (“¡Ese Tocho, ese Tocho, eh¡”, alternaban los gritos con otros como “¡San Fermín, San Fermín!” o “¡Alcaldesa dimisión!”) no pude evitar despreciarlos, por arrastrados, por diluirse, como una aspirina contra la estupidez de sus vidas, en la multitud; la misma multitud que pediría mi cabeza en cuanto palmáramos tres partidos seguidos; la misma multitud que cuando pasaran los sanfermines y con ellos toda la polémica, volvería a votar a la alcaldesa; la misma multitud, en suma, que nunca comprendería por qué apenas hube estrechado su mano, la mano de la alcaldesa, allá arriba en el balcón del ayuntamiento el día del chupinazo, supe que acabaría acostándome con ella.
2
A Pichurri, que es como llamaba yo en la intimidad a la alcaldesa, me la presentó Godman, el míster, poco antes de que él mismo lanzara el chupinazo y liara una gorda. El míster en ocasiones me recuerda a mí mismo. Ambos tenemos una personalidad vampira, que acaba por absorber la atención, para bien o para mal, de todos los que nos rodean. Godman acaparó portadas del Marca nada más desembarcar en Pamplona procedente de Estados Unidos, su país natal, cuando a golpe de billetera se compró un equipo de segunda en plena crisis, como era entonces Osasuna, y se convirtió en su presidente, entrenador y hasta delantero centro en una jornada en que todo el equipo se vio afectado por una terrible cagalera. Al principio, la ciudad en pleno se puso a cara de perro con el míster, porque Osasuna siempre había sido un club en el que los socios creían que elegían a sus presidentes, pero después, cuando Godman comenzó a aflojar plata y a fichar a buenos jugadores, y más tarde a ganar partidos, y finalmente logró incluso un ascenso que se había resistido durante años, llegó la Godmanía. Hasta tal punto que, invitado por la alcaldesa, se le concedió el más alto honor que puede otorgar la ciudad a un pamplonés —Godman era ya tomado como tal, incluso fue elegido el navarro más guapo del año—: lanzar el cohete que da inicio a sus fiestas.
—¿Quién se lo iba a decir, cuando llegó y le querían arrojar al pilón? —bromeaba con él, poco antes del chupinazo, Pichurri, la alcaldesa.
—Ellos primero no entender mentalidad americana. Fútbol negocio, no corazón. Pero tampoco cambiar tanto. Antes vosotros poner y quitar presidentes. Vosotros tener money. Ahora mí.
—Claro, claro —se reía Pichurri, y mientras lo hacía su sonrisa pizpireta se me estiraba a mí entre las piernas.
Había algo que me atraía en ella, algo morboso, esa extraña mezcla que parecía expresar su aspecto y su carácter. Era una mujer echada para adelante y de aspecto monjil a un tiempo, una de esas mujeres de edad indefinida, que uno no sabe si son ancianitas con el alma enfundada en un chándal o jovenzuelas a las que alguien o algo les ha arrebatado sus mejores años. Una mujer llena de huecos oscuros que yo sentía que debía rellenar, no sabía si para derramar todo mi cariño o todo mi veneno.
—Aunque en realidad es lo mismo, porque ahora que usted se ha afiliado al partido es uno de los nuestros, señor Godman, un navarro por los cuatro costados.
Yo asistía a la conversación como convidado de piedra, hasta que abajo, en la plaza, los piropos dedicados a Pichurri —“¡La alcaldesa es una posesa!”, coreaban— fueron sustituidos por el que ya era mi grito de guerra: “¡Ese Tocho, ese Tocho, eh!”. El míster entonces se volvió hacia mí y me presentó.
—Oh, sorry, ser nuestro último fichaje. Gran portero. Y mucha publicidad, camisetas… —añadió.
Yo encajé el golpe con deportividad. Sabía que en buena medida me habían fichado por ello, porque mis gansadas atraían al público al campo y a los anunciantes a los despachos de los comerciales.
—Oh, sí, lo conozco, señor Tocho, he oído hablar mucho de usted —dijo la alcaldesa.
Fue entonces cuando ella estiró su mano y yo la estreché. Pude darme cuenta de inmediato cómo todo ese calor que es capaz de proyectar la mía, mi mano, la fue derritiendo por dentro. Siempre sucede así. Ellas comprenden que nunca las ha acariciado una piel tan suave y que quizás nunca volverá a hacerlo. Es como si las tocara un bebé grande con una tranca descomunal. No sé muy bien cómo explicarlo, pero siempre sucede así.
—Un placer —dije.
Y ella, esquivando con un donaire encantador los huevos que le arrojaban desde la plaza, al tiempo que se dirigía al balcón —faltaban ya sólo un par de minutos para las doce—, contestó:
—Igualmente.
3
El calentón se nos pasó en un pispás, tanto a la alcaldesa como a mí. Apenas salimos al balcón del ayuntamiento fue como si nos devorara un animal, un monstruo de miles de cabezas que le sacaban otras tantas pequeñas lenguas al mundo.
—¡Macanudo! —no pude menos que exclamar.
Nunca había visto nada semejante. Ni siquiera en la cancha de Liverpool, cuando yo era el más diablo de los diablos rojos. La pequeña plaza parecía que fuera a reventar y desde ella se elevaba ya un solo grito —“¡San Fermín, San Fermín!”— que me arrebató la erección y, en compensación, me puso de punta todos y cada uno de los pelos del cuerpo. Pensé que si la afición de Osasuna se comportaba del mismo modo nos íbamos a llevar bien.
Observé a algunos de mis compañeros. Un ejército de mercenarios reclutados en países pobres. Camerún, Brasil, Rumanía… Vi cómo miraban boquiabiertos el espectáculo. Habían conseguido triunfar a fuerza de pegarle patadas a un balón, de pegárselas con todo su alma, como si con cada una de ellas golpearan al hambre y pudieran hacerlo añicos. En cierto modo era así, ahora todos ellos eran millonarios, pero cuando alguien ha sido pobre, pobre de verdad, es imposible mandar el balón lo suficientemente lejos. Me recordé a mí mismo, en nuestra chabolita, allá en Buenos Aires, comiendo papas todos los días, y de repente tuve la impresión de que aquello mismo que estaba viendo ahora era la manera exacta en que yo me imaginaba en mi niñez lo que debía ser un mundo feliz, un mundo sin hambre, un mundo en que la comida y la bebida eran abundantes y la gente se divertía arrojándose huevos, salpicándose con champán. Un mundo en que las guerras se libraban a tartazos de nata.
Aquel, sin embargo, no era el momento de ponerse trascendentales. Al menos ahora, nosotros, algunos de los pobres de la tierra, estábamos arriba, en el balcón y debíamos disfrutar del momento. Observé cómo Godman, guiado por Pichurri, la alcaldesa, encendía un puro enorme y se acercaba al micrófono y al cohete que allá había dispuestos.
—¡Pamplonesos! —comenzó el míster.
El griterío ensordecedor en la plaza se convirtió de repente en un silencio tenso, como un gato callejero a punto de saltar y enganchar un filete gordo, que le alimentara durante nueve días.
—¡Viva san Quintín! ¡Gorda¡ ¡Dios salve a América!
Yo no estaba muy seguro, pero para mí que se había equivocado. Al principio, sin embargo, tras prender la mecha y hacer estallar el cohete, no sucedió nada extraño, si entendemos por ello que abajo la multitud comenzó a saltar, a bailar, a abrazarse… —aquello era la normalidad al parecer durante los sanfermines—, pero pasados unos segundos el que hasta entonces había sido un sirimiri de huevos y taponazos de champán que pretendía calar sólo a la alcaldesa, se convirtió en un diluvio de dimensiones bíblicas dirigido al míster. Tuve la sensación de que aquel era el principio del fin de la Godmanía.
Rápidamente todos cuantos estábamos en el balcón corrimos a refugiarnos al interior del ayuntamiento, pero se había formado un tapón en la puerta porque los concejales se habían adelantado unos segundos, justo cuando alguien anunció que el lunch estaba listo.
La lluvia de huevos arreciaba y yo me encontraba junto a la alcaldesa. Fue la primera vez que la abracé. Por mi parte fue solo un gesto protector, pero ella, como quiera que éste se prolongara y yo volviera a imponerle mis manos mágicas, lo acogió de muy buen grado, como demostrarían al día siguiente las portadas de todos los periódicos locales, en las que, bajo titulares como “¡San Quintín, San Quintín!” u otros más malintencionados —“¡Ese Tocho!”— la alcaldesa apareció amarrada a la parte de mi anatomía más afamada. Y no estoy hablando de las manos.
4
No supe el revuelo que habían armado las fotos de la alcaldesa hasta dos días después. Tenía una resaca brutal y pasé el día de San Fermín durmiendo, intentando amansar con la música de mis ronquidos a las fieras que se habían hecho nido en mi organismo (por ejemplo aquella colmena de abejas justo en la punta de allá donde se apoyara, nunca mejor dicho, la alcaldesa). La noche anterior había sido un desenfreno de alcohol y sexo. Después del chupinazo toda la plantilla habíamos ido a comer a un asador. Yo hacía apenas un par de días que había llegado a la ciudad y supongo que como deferencia, para irme introduciendo en el vestuario, me sentaron junto a Burrutxaga, el capitán del equipo.
Burru era un tipo simpático, de carácter noble y aspecto atractivo que gozaba del beneplácito de vestuario, directiva y afición, sobre todo, en este último caso, entre el sector femenino. Las muchachas le perseguían y él se dejaba perseguir, sin comprometerse nunca a nada. Era una pequeña licencia que se permitía y le permitían, pues por el contrario daba todo en la cancha, por sus compañeros y por su equipo (por el que, navarro como era, sentía los colores como ya pocos futbolistas, que somos unas putas, somos capaces de hacer). Pronto hice migas con él, a lo que ayudaron las tres botellas de clarete que nos ventilamos a medias, aunque debo decir que Burru se empeñó más que en introducirme en el ambiente del equipo en apartarme de él, sobre todo del resto de navarros.
—Son unos moñas. Estoy hasta los cojones de rezar el padrenuestro antes de cada partido. Joder, ¿pero todavía no se han dado cuenta de que Dios es del Madrid? Unos moñas. ¿O no ves que esta comida es un muermo? ¿Te apetece de verdad divertirte? —me propuso durante los cafés y sin esperar a que respondiera me arrastró a la calle, hasta un tenderete en el que entre otros titos, vendían camisetas piratas de Osasuna. Burru compró una con su propio nombre, otra con el mío y también un par de sombreros mejicanos, bajo los cuales, tras cruzarnos con una cuadrilla que nos invitó a unos tragos de una bota de las tres Z, cuyo contenido derramamos mayormente sobre nuestro cuerpo, volvimos al asador.
— ¡Quiero un autógrafo de Burru! —les espetó Burru a los gorilas de la puerta—. Y mi amigo uno del Tocho.
—Largo de aquí, muertos de hambre —respondieron amablemente ellos.
Y que Dios me perdone —y si no lo hace me da lo mismo, como ya quedó dicho Dios es un boludo, y ahora además del Madrid, el único equipo de los grandes que nunca se dignó a hacerme una oferta—, que Dios me perdone, decía, pero volver a ser un anónimo muerto de hambre fue una bonita experiencia: hacía años que no podía caminar por la calle sin que me saludaran desconocidos; sin tener que auparme, en el híper, bebés llorones al hombro para la foto; sin verme obligado, en las discotecas, a firmar autógrafos en turgentes pechos o rotundas nalgas… Bueno, esto último nunca me había desagradado demasiado y de hecho, cuando tras un periplo etílico por miles de bares observamos que a las chicas los borrachuzos muertos de hambre no les parecen nada atractivos, renunciamos al anonimato arrojando el sombrero mejicano al aire mientras por los altavoces se oía «Si no tienes un duro no te hace caso nadie, en cambio si lo tienes amigos a millares». Y efectivamente, ya convertidos en Burru y Tocho no tardamos demasiado en enrollarnos a las dos minas más espectaculares del bar, con una de las cuales sobrellevé la resaca en mi hotel, a base de Vitamina C —C de Casquete— y fui capaz de llegar en plenitud de facultades a la rueda de prensa de mi presentación, el día 8; la misma rueda de prensa en que vi por primera vez las que ya llamaban fotos porno de la alcaldesa.
5
Fue un periodista, Txus Cuenco, quien me mostró las dichosas fotos el día de mi presentación, en la sala de prensa, tras el posado de rigor con la camiseta del equipo, bajo la portería, simulando una palomita… Eché de menos, eso sí, el típico apretón de manos con el presidente del equipo. A los presis les gusta mucho figurar y que tú aparezcas a su lado como si fueras una de sus pertenencias. Godman estaba de todas maneras cerca, y también Burrutxaga, el capitán, y más tipos encorbatados, además de un enjambre de periodistas. Exagerado, en mi opinión, más teniendo en cuenta que los sanfermines eran un filón, con decenas de imprevisibles frentes informativos (esa misma mañana, sin ir más lejos, se había descalabrado por una de las murallas de la ciudad, a las que las parejas acudían a retozar, un ex-ministro de defensa que ahora prefería hacer el amor que la guerra —aunque fuera con un menor—). Exagerado y demasiado serio, pues en la rueda de prensa todos mostraban unas caras de «pobre de mí» nada propias del tercer día de fiestas.
Tal vez por ello agradecí la presencia de Txus Cuenco, un divertido periodista con unas pintas algo desfasadas, como de futbolista de principios de los ochenta: permanente, bigotón, gruesa cadena de oro al cuello….
—Señor Tocho ¿qué hay entre la alcaldesa y usted? —preguntó, y después algo que no entendí pero que me sonó parecido a «Rica, rica, rica, txistorra Pamplonica».
—Tú qué eres, uno de los pives esos del “Caiga quien Caiga” ¿no? —le seguí la broma.
—Cuidado con éste: Es el periodista deportivo más famoso de Pamplona —me susurró «Burru», sin embargo.
Yo mismo pude darme cuenta de inmediato de que aquel tipo era el portavoz del resto de periodistas, una especie de padrino al que los demás respetaban. Más tarde sabría que su nombre, Txus Cuenco, no lo debía tanto a ser natural de la cuenca de Pamplona como a su afición por vaciar recipientes, mayormente rebosantes de pacharán. Circunstancia ésta, su dipsomanía, que lejos de mermar sus facultades, afilaba su agudeza.
—Ah, ¿pero no ha visto aún las fotos? —comprendió rápidamente —. Ulloa Óptico, miramos por sus ojos—. Txus hablaba de ese modo, introduciendo cuñas de publicidad en cada pregunta.
Después me alargó el periódico del día anterior.
—Observe, observe la magnitud de la noticia —decía, al tiempo que, como quien no quiere la cosa, señalaba mi abultada entrepierna en una de las fotografías.
— ¿Puede aclararnos si es un montaje fotográfico, o un efecto óptico como sugirió la alcaldesa en la rueda de prensa de ayer? Alonso vende al costo.
De repente sentí como si regresara la resaca y trajera con ella de la mano a todas las resacas que en el mundo han sido ¿Qué diablos estaba pasando allá? ¿Pretendían utilizarme para algún tejemaneje político? ¿Para eso me habían fichado? Traté de recordar lo sucedido en el balcón del ayuntamiento. Había abrazado a la alcaldesa, es cierto, y hasta quizás la había abrazado demasiado estrechamente, aprovechando la lluvia de huevos para atraerla con mis manos mágicas a mi regazo, pero ella había contribuido generosamente a la erección. ¿Qué efecto óptico ni qué niño muerto? Una erección como dios mandaba —o como no mandaba—. ¿A quién le importaba? ¿Y qué había de malo en ello? ¿Qué clase de ciudad era aquella? ¿Qué clase de manicomio?
Demasiadas preguntas. Decidí que necesitaba ipso-facto más Vitamina C —C de Casquete—. Lo que no me imaginaba ni siquiera remotamente, dadas las circunstancias, era que fuera la propia alcaldesa quien me la proporcionara.
6
Cuando regresé al hotel el único resto que quedaba de la chica que me había levantado el día del chupinazo junto con Burru era su tanguita, olvidada en un extremo de la cama, como por descuido. Pero a mí ya no me la daban. Las chicas nunca se olvidaban las bragas porque sí. Yo sabía que ella la había dejado allá como un señuelo, para que yo la olisqueara como un perro en celo. Que fue exactamente lo que hice. Lo que hubiera hecho cualquier otro hombre. Y es que somos todos unos cerdos. Descubrí también un número de teléfono garabateado con carmín en el espejo. Aquella chica se pensaba que estaba en una película y ya se veía la mujer del multimillonario futbolista, y cómo la invitaban a fiestas, y a desfilar en pasarelas… Pero yo no pensaba llamarle. No me arrepentía en absoluto de ser un cerdo. Yo había obtenido de aquella chica lo que quería y ella… lo había intentado. Lo sentía. Además, yo no le había interesado en absoluto bajo el sombrero de mejicano. Así que…
—TOC, TOC —llamaron de repente a la puerta.
Pensé que sería de nuevo ella, pero al abrir me encontré con Doña Rogelia, es decir, con una mujer encorvada, con una pañoleta en la cabeza y gafas oscuras. No tardé en reconocer a la alcaldesa.
—Tengo que hablar con usted —dijo, en un tono que era como si estuviera expulsando a alguien del pleno municipal.
La hice pasar y conseguí desprenderme de la tanga que todavía llevaba entre las manos, pero no pude disimular que olisquearla me la había puesto morcillona. Observé, cuando nos sentamos en la cama, que ella fijaba sus ojos durante apenas una milésima de segundo entre mis piernas y cómo se ruborizaba, cómo su cara se convertía en una manzana royal y cómo enrojecía todavía más cuando intentaba explicar que estaba allá para pedirme que declarara públicamente que entre nosotros no había sucedido nada, lo cual no casaba en absoluto con la excitación que, evidentemente, la iba embargando, sobre todo cuando le ayudé a desprenderse de la pañoleta y con las yemas de mis dedos coloqué en su sitio sus cabellos desordenados.
—Dios mío, ¿qué me hace?
Yo cada vez estaba más cachondo y no pude evitar propinarle el primer mordisco en el cuello. A todas las mujeres les gusta que las besen en el cuello casi tanto como a nosotros que lo hagan en otra parte. Deslicé después mi mano hasta su estómago. Tenía una tripa suave y mullida, sin llegar a ser fofa. Pensé que nunca había sido madre, y que le gustaba sentir allá el calor de mi mano. Después solté el cierre de su falda. Ella no se resistió. Bajé hasta sus muslos y los separé levemente. Al hacerlo se elevó el olor espeso de su sexo. Yo recordé un bosque en un día de lluvia, allá en Argentina. Mojé mis manos en cada charco, busqué en su fondo piedras mágicas y, cuando di con la más hermosa de todas, ella gimió, se mordió los labios, tembló como una hoja de otoño desprendida. Aquel era mi momento preferido, cuando las cogía bruscamente, como por sorpresa y me las colocaba a horcajadas, hundiéndoles mi miembro, más descomunal que nunca. Me gustaba entonces acariciarles las nalgas, hurgarles en el ano, sentir como palpitaba todavía como un corazoncito tras el orgasmo… Y después, una vez acostumbradas a mis hechuras, las tumbaba sobre la cama, boca arriba, y las penetraba a placer. Les gustaba, les gustaba mucho, a todas… a todas, excepto a la alcaldesa.
—¿Qué es eso? —preguntó, sujetando el colgante que se balanceaba en mi cuello y que le golpeaba en la cara con cada empujón. Y después comenzó a gritar como poseída:
—¡Dios, mío, un lauburu, estoy en la cama con un radical! ¡Me está violando!
Yo no sabía qué era un lauburu. Aquel colgante era sólo un amuleto mapuche en forma de estrella que me regaló mi abuelo, poco antes de morir.
—¡No, no! —insistía, pero pronto comprendí que en el fondo, cuanto más al fondo mejor, le gustaba, le provocaba alguna fantasía morbosa, en la que ella se convertía en mártir.
—¡Terrorista, asesino! —me gritaba.
Y aunque al principio me resultaba algo incómodo después le fui cogiendo el gusto y no tardé en dispararle todo mi esperma por su cuerpo, sobre su sexo, el estómago, su carita de manzana… Fue entonces también, a una con aquel orgasmo tan rico y tan profuso, cuando se me escapó aquello otro:
—Pichurri— le dije.
7
«Pichurri». Qué vergüenza. Me sonó ridículo… pero no extraño. Aquellas cursiladas se me solían escapar en momentos como aquel, justo al correrme. Eran como un antídoto para lo que vendría después, la llamada tristeza post-coitum. Siempre, cuando acababa de hacer el amor, experimentaba aquel vacío. Un vacío que era como cuando me metían un rosco en casa y el graderío se convertía en un cementerio; un vacío que me alejaba de la mujer que tenía tumbada al lado en la cama, la convertía en una extraña, y me convertía a mí mismo en un extraño al que incluso se le arrebata la idea de que el motorcito del mundo es el amor, incluso aquel amor de baja intensidad, el sexo rápido y furtivo; un vacío que, por el contrario, me hacía creer que el amor, y el mundo, sólo eran descargas de energía, y nuestras vidas se reducían a todo lo que quedaba en medio, los esfuerzos egoístas para proporcionárnoslas. Como aquellas palabras supuestamente amorosas que en realidad sólo buscaban la manera de echar un segundo casquete que se llevara consigo aquel dichoso vacío. Como irse desesperadamente a buscar el gol tras encajar uno.
Cada vez, de todas maneras, me costaba más. Un miembro sexual descomunal tenía sus inconvenientes, te rozaba en los muslos cuando subías a rematar en el tiempo de descuento los córners y, en lo sexual, costaba horrores volver a elevar semejante mole.
Así que allá estaba, tumbado, diciéndole lindezas a la alcaldesa y masturbándome por debajo de la sábana sin demasiado entusiasmo, mientras ella se vestía en un rincón de la habitación pudorosamente, con todo el peso del arrepentimiento cristiano y de sus responsabilidades políticas sobre las espaldas. A fin de cuentas había venido hasta mi habitación a pedirme que salvara su culo y yo no había hecho más que sobárselo.
—Lo siento, me tengo que ir, hoy me toca presidir la corrida —se disculpó, pero al pronunciar esta palabra volvió a ponerse colorada y su arrebol fue como una gran grúa que me elevó el ánimo. Pegué un salto en la cama y le rodeé la cintura cogiéndola por detrás. Esta vez lo hicimos allá mismo, en el suelo. Me excité muchísimo: me gustaban las mujeres que decían guarradas mientras cogían y aunque la alcaldesa se creía muy europea no podía evitarlo y gritaba como una loca (o tal vez lo hacía la troglodita que aún llevaba en su interior):
—Clávame esa tranca, entera, sí, campeón, fóllame, como a una perra, que se jodan todos, frígidas, pichicortos, todos unos mierdas, no como nosotros, elegidos, especiales, así, así…
Por un momento tuve la sensación de que a la alcaldesa en realidad no le volvían locas mis manos, ni mi tranca, que en el fondo era como la chica del bar y solo le excitaba la idea de relacionarse, incluso íntimamente, con ricos y famosos. La penetré con rabia, con odio incluso. No pensaba salvar su culo, se lo iba a hacer añicos. Era una hipócrita, una clasista. Y yo no me olvidaba de dónde venía, tal y como me había enseñado Dios, es decir Diego Armando Maradona. Yo era un arrabalero, así que le escupí, le azoté las nalgas, le insulté… Y a ella… le gustó, le volvió a poner caliente aquella violencia. Aunque también comprendió lo qué había, y cuando terminamos, apelotonó su ropa, se fue al baño y salió minutos después, de nuevo vestida de alcaldesa.
—Le exijo que desmienta ante la prensa lo nuestro y que condene esa foto trucada. Es por su bien y el de su carrera —dijo, de esa manera en que los políticos convierten en favores sus amenazas y chantajes. Después me alargó una tarjeta. Era la de Txus Cuenco, el periodista.
En cuanto se fue marqué su teléfono. ¿Qué otra cosa podía hacer?
—Txus, lo del balcón es cierto. La alcaldesa intentó hacerme una paja —confesé.
8
Nunca llegué a ver publicado un titular tan pegajoso como aquel: «La alcaldesa intentó hacerme una paja». Lo más parecido fue: «A la alcaldesa no le tembló la mano con Tocho». Pero el artículo que venía debajo no era sino una sarta de mentiras que trataban de protegerla a ella. Decían que, puesto que a través de las urnas era imposible desalojarla de su puesto, todo había sido un burdo montaje para hacerlo por medios no democráticos; que la alcaldesa era un ejemplo de entereza y no había dudado en enfrentarse con un ídolo de masas —yo— con tal de que, tenía gracia, resplandeciera la verdad y el orden constitucional; decían incluso que yo era un subversivo que nunca había ocultado sus simpatías por grupos violentos como los Boixos Nois, en Barcelona, y como prueba irrefutable de ello aportaban una foto en la que tras mi portería ondeaba una bandera de los mismos. Pero lo más increíble de todo era que la opinión pública acabó tragándose todo aquel kalimotxo mediático en el que la alcaldesa ponía la chispa de la vida con su sonrisita de niña que nunca ha roto un plato y los periódicos aquel vino en polvo, más falso que un euro de cartón. Durante los primeros días me enervé sobremanera, llamé una y otra vez a Txus Cuenco, pero sólo me contestaba su buzón de voz: —En este momento me estoy tomando un… ¡pacharán Zoco, el que te vuelve loco!, deja tu mensaje después de la señal.
Traté, en fin, de no darle mayor importancia y disfruté del resto de las fiestas en la medida de lo posible, que era a su vez la medida exacta de mi sombrero de mejicano, gracias al cual pude tomar anónimamente por bares y peñas, sacarme un peluche en las barracas y mearme por la paredes, preferentemente en aquellas en las que había carteles electorales con fotos de la alcaldesa. Pensaba que en cuanto comenzara la temporada me centraría en el fútbol y pronto recuperaría el favor del público con mis despejes de puño a lo Mazinger Z. Pero no tardé en darme cuenta de que Godman, a pesar de que mi fichaje había sido idea suya, me evitaba en los entrenamientos, y cuando llegaron los primeros partidos me vi por primera vez en mi carrera calentando banquillo. Pronto comprendí que también a Godman lo tenían atrapado desde que gritó “¡Viva San Quintín!” en lugar de “¡Viva San Fermín!” y que no alinearme no era en realidad decisión suya. El público tampoco me echaba demasiado de menos, teníamos un buen equipo, encajábamos pocos goles y por primera vez en muchos años Osasuna estaba en puestos UEFA. Tan sólo un pequeño sector de Graderío Sur continuaba coreando aquello de “¡Ese Tocho, ese Tocho, eh!” y, aunque yo se lo agradecía, no me hacían un gran favor, pues eran precisamente aquellos a los que los periódicos siempre calificaban como «los de siempre»: gamberros, radicales, borrachos…
Incluso mis manos parecían haber perdido sus propiedades y la falta de Vitamina C — C de casquete— iba debilitándome. Mi único apoyo era Dios, es decir, Diego Armando Maradona. Todavía podía creer en él; en un Dios que tropieza, y que, como un gato callejero, cae de pie y se vuelve a levantar enrabietado; en un Dios que lleva al Ché Guevara tatuado en un hombro; en un Dios al que Andrés Calamaro le escribe canciones; en un Dios que no olvida que él también nació en el arroyo.
Y Diego, gracias a Dios, es decir, a sí mismo, no me falló.
9
Fue en uno de los partidos estelares de la temporada, contra el Real Madrid, a finales de temporada, y en el que nos jugábamos la clasificación para Europa —además del gustazo añadido de arrebatarle al Madrid la liga en favor del Eibar—. Habían pasado ya muchos y muy largos meses desde los sanfermines. Era un sábado, con partido televisado, en plena jornada de reflexión electoral. Al día siguiente había comicios municipales y a Pichurri las encuestas le daban como clara favorita. A mí ya no me importaba, había decidido que en cuanto terminara la temporada dejaría Pamplona, me retiraría del fútbol y me ganaría la vida participando en “Hotel Glamour 2”. La única ilusión que me quedaba era, eso sí, una despedida a lo grande. Recé mucho para ello y, ¡oh milagro!, Diego Armando Maradona escuchó mis plegarias.
Fue en una internada de Beckhan, cuando nuestro portero se fue hacia el astro inglés y evitó el gol rompiéndole una rodilla. Penalti y tarjeta roja. A Godman no le quedó otra opción que sacarme. Me cambió por Burru, el capitán.
—Demuéstrales todo lo que se han perdido— me dijo.
Nos abrazábamos y mientras lo hacía recordé aquello que me dijo el día que nos conocimos. «Son todos unos moñas». Como la propia ciudad, pensé yo. Como su alcaldesa, la alcaldesa que se merecía aquella ciudad hipócrita, que se desmelenaba a golpe de calendario y luego hacía como que no había pasado nada.
Cuando me coloqué bajo la portería ya supe que pararía aquel penalti. A mis espaldas oí de nuevo mi grito de guerra: «¡Ese Tocho, ese Tocho, eh!”, al principio desde su lugar habitual, en el fondo sur, luego como una ola que iba anegando todo el estadio. Fue Ronaldo quien chutó. Intentó un «folla seca», al centro, suave. A un jugador de su categoría sólo le quedaba la gloria de ganar un campeonato de esa caprichosa manera, pero yo le calé e incluso tuve tiempo de dar un poco de espectáculo, de echarme a un lado y despejar el balón con una chilena. El Sadar no se vino abajo sólo porque aún necesitábamos un gol. Los minutos, sin embargo, pasaron sin que el marcador se moviera —en parte gracias a otros cuantos paradones míos— y, cuando ya estábamos en el descuento y el balón salió por la línea de fondo del Madrid, no me lo pensé. Salí corriendo en dirección al área contraria, a rematar el córner. Hasta entonces yo había parado los goles. ¿Por qué no podía despedirme metiendo uno? ¿Por qué todo por una vez no podía ponerse del revés? ¿Por qué no iban a librarse las guerras a tartazos de nata? ¿Por qué el mundo no podía pertenecer por un día a los pobres, a los muertos de hambre con sombrero mejicano? Mientras corría iba pensando todo aquello y notaba cómo la idea y, todo hay que decirlo, el roce de mi descomunal miembro viril contra el muslo, me provocaban, me excitaban, volvían a engrandecerme. Creía incluso que podía volar y cuando vi el balón suspendido sobre el área pequeña cerré los ojos, me lancé de cabeza y… ¡AYYYYY! De repente sentí algo que impactaba contra mis genitales. Un dolor horrible, que incluso me hizo perder el conocimiento. Pero sólo fueron unos segundos y cuando volví en mí no tardé en darme cuenta de que mis compañeros me abrazaban, me llevaban en volandas… Había metido gol, lo había metido de rebote y con la punta del pito, pero gol a fin de cuentas. Estábamos clasificados para la UEFA. Y el Madrid galáctico había perdido su vigesimotercera liga.
—¡Ese Tocho, ese Tocho, eh¡ —rugía El Sadar.
Pero yo no olvidaba quién era ni de dónde venía y, cuando finalizó el partido y me rodeó una nube de periodistas, sólo escuché una pregunta entre las muchas con que me abordaron.
—¿A quién le dedica ese gol? Tómese una copa en agradable compañía en Ben-Hur.
Era Txus Cuenco. Le miré a los ojos, después a todas las cámaras que me apuntaban, y dije:
—Se lo dedico a la alcaldesa. Para ti, Pichurri, con amor. Por echarme siempre que lo he necesitado una mano.
Y mientras hablaba, como quien no quiere la cosa, me rascaba la parte más sobresaliente de mi anatomía. Y no estoy hablando de las manos.