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—¿Si alguna vez me metieran en la cárcel vendrías a verme?– recordó la conversación, tantos años después.
—¿A la cárcel? Por Dios! ¿Qué has hecho?
Estaban sentados en una cafetería, junto a un ventanal por el que culebreaban gotitas de lluvia. Algunas de ellas se encontraban y se fundían, otras continuaban zigzagueando desesperadas. Todas terminaban diluyéndose sobre el cristal. Diluyéndose como aquel amor que tanto le hizo sufrir.
Ahora, al volver a verla, después de tanto tiempo, sabía que no había merecido la pena.
—Bah, déjalo, era una tontería– le contestó entonces, aunque supiera que no, que no era ninguna tontería, que tarde o temprano acabaría encerrado. Lo sabía y no podía hacer nada por evitarlo. Del mismo modo que no podía querer a alguien que se avergonzaría de ir a visitarle a la cárcel; o que las gotas de lluvia que recorrían su camino en solitario trazaban rocambolescos caminos con tal de llegar a su destino, a veces incluso arrastrando toda la suciedad aparentemente invisible, pero acumulada sobre el cristal.
—Sigues igual que siempre– decía ahora ella.
A él le habría gustado corresponderle, pero no pudo, ni siquiera por cortesía. Y no se trataba sólo de ella. Todos sus antiguos compañeros de la facultad de periodismo le parecían mayores, aunque él también hubiera echado barriguita y el corazón le hubiera dado algún que otro aviso. Era algo más, algo que les hacía parecer terriblemente cansados y avergonzados y derrotados, y que no podían disimular ni siquiera con los méritos profesionales de los que alardeaban en los corrillos que formaban.
Cada vez que él había intentado incorporarse a uno de ellos se había producido un inoportuno silencio. No le sorprendía. Antes de presentarse en la reunión de antiguos alumnos sabía que habían intentado por todos los medios que él no acudiera. Se había enterado a través del artículo de uno de sus compañeros en el que declaraba una tregua a otro articulista, también presente, con el que pretendía rivalizar, cuando ambos se sentían muy orgullosos de sostener con sus respectivas columnas, desde extremos perfectamente equilibrados, el peso de la opinión pública. Aquella comida era un gesto de fraternidad, un encuentro entre colegas.
A él, sin embargo, no le consideraban como tal, pues nadie le había llamado. Como nadie lo hizo cuando lo quitaron de en medio, tras publicar varios reportajes molestos. Había llegado demasiado lejos. Hasta la raíz. Y había visto que estaba podrida. Ya entonces sabía que si la tocaba todos los nervios del árbol se resentirían. Y sin embargo no pudo evitarlo. Hizo lo que debía, aunque supiera cual era el precio que debía pagar.
Nadie, por supuesto, ningún compañero, fue a visitarle a la cárcel. Ellos también formaban parte del árbol.
Nadie, ni siquiera ella.
—No has cambiado nada – continuaba halagándole ahora, sin embargo.
Pero después, a la hora de sentarse a cenar, le evitó, prefirió hacerlo entre el resto.
Él hubo de colocarse en una esquina de la mesa. Lo cierto que a él tampoco le apetecía nada acudir a aquella comida. Pero al igual que, como una premonición, cuando decidió que quería ser periodista supo que tarde o temprano acabaría entre rejas, también había imaginado durante mucho tiempo aquel reencuentro, y lo había imaginado exactamente así, regresando al rebaño convertido en una oveja negra. Eso era todo lo que quería. Comprobar que era distinto a ellos. Que para él tampoco eran colegas. Que ese algo que les hacía parecer cansados y avergonzados y derrotados, era el lastre de sus propias conciencias sobre las espaldas. Confirmar, cada vez que la sorprendía a ella, mirándole de reojo, añorando todo cuanto echó a perder a cambio de la triste, cobarde tranquilidad de su vida, que no había merecido la pena. Que ninguno de sus antiguos compañeros merecía la pena y que aunque también le miraran de vez en cuando, el brillo con el cual pretendían armar sus miradas no era de desprecio, sino de una envidia que se les disparaba hacia dentro de sí mismos
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