LA POLLA MÁS GRANDE DEL MUNDO
Este es el segundo cuento que me publican en la revista Groenlandia, y el que da título a mi libro La polla más grande del mundo, que, una vez más lo aclaro, no es una autobiografía.
Este es el segundo cuento que me publican en la revista Groenlandia, y el que da título a mi libro La polla más grande del mundo, que, una vez más lo aclaro, no es una autobiografía.
La virgen puta fue en su primera vida una Cuestión de supervivencia. Ese es el título con que se editó originalmente, en 1997, esta novela que tienes en tus manos. Fue también la primera novela que yo publiqué. La escribí con 26 años, mientras me recuperaba de una operación para eliminar un pequeño tumor en la vejiga. Pero no fue una cuestión de supervivencia por eso (todo salió bien); ni siquiera porque para mí por entonces, como ahora, escribir fuera una necesidad vital, como respirar o volver a escuchar de vez en cuando algún disco de Barricada o de Eskorbuto. No, La virgen puta fue primero una Cuestión de supervivencia por mi debilidad de carácter. Fueron mis editores quien aconsejaron ese título; o mejor dicho quienes desanconsejaron de cualquier manera el agresivo título que yo había dado al libro (o al menos de manera que entendí que, con él, sería impublicable).
Por entonces yo era un pipiolo, aquella era mi primera oportunidad de publicar una novela y me fie de los editores. Siempre estaré agradecido a Altaffaylla kultur taldea por su apoyo y por ser los primeros en apostar por mí. Sé que su recomendación pretendía protegerme, para que en esta tierra de mojigatos y cortapichas, con tantas piedras y cadáveres en las cunetas, nadie me diera un garrotazo nada más asomar la cabeza por la alcantarilla.
Pero siempre me he preguntado qué habría pasado si no hubiese sido un pusilánime y me hubiera mostrado firme, si hubiera mantenido el título original de la novela, La virgen puta: ¿Jaime Ignacio del Burgo me habría denunciado, como hizo con el video de Javier Krahe, Cómo cocinar un crucifijo, por ofensas a los sentimientos religiosos?[1] ¿Se habrían firmado manifiestos de apoyo y colocado botes en los bares para pagar mi fianza? ¿Me habría convertido en un maldito, en un enfant terrible de la literatura? ¿O estoy fantaseando y en realidad mi libro habría pasado igualmente sin pena ni gloria, y a nadie le habría sorprendido, ofendido, llamado la atención?
Nunca lo sabré, y pensándolo bien prefiero que todo haya transcurrido como ha transcurrido, sin sobresaltos. En todo caso siempre me quedó esa espina clavada de no poder llamar a mi primer libro por su verdadero nombre. De haber sido un mal padre. Un pipiolo. Un cagueta.
Por eso, entre otros motivos, once años después –hace ahora dos- decidí volver a publicar la novela, esta vez con su primer título, en el blog http://lavirgenputa.blogspot.com.
En su primera vida, La virgen puta (es decir, Cuestión de supervivencia) fue un libro que no se vendió demasiado (de hecho, creo que aún quedan ejemplares de la primera edición), pero se leyó bastante y funcionó bien por circuitos al margen de las librerías: bares, catálogos de discos y bibliotecas, en algunas de las cuales me consta que se prestó con frecuencia y a un público muy determinado: jóvenes entre 15 y 20 años. Yo creo que nunca tuve la pretensión de escribir una novela juvenil, sino una novela negra (o más bien, la parodia de una novela negra, es decir una novela de humor). Y sin embargo, la segunda vida de la novela, la novela- blog, me confirmó que los lectores de La virgen puta eran jóvenes, chavales de institutos, y ahora también, gracias al milagro de Internet, punks a los que comenzaba a despuntarles la cresta en Bolivia, Colombia, México, Costa Rica…
La virgen puta fue editada por segunda vez en el blog, mediante entregas por capítulos, cada uno de ellos acompañado de las canciones que yo creía que debían sonar mientras se leían: Kortatu, La Polla, La Banda Trapera del Río, Ramones… Y, sobre todo, por las magníficas ilustraciones de mi gran amigo y compañero de fatigas desde hace ya veinte años, Juan Kalvellido. Kalvellido hizo también varios bocetos para la portada de Cuestión de supervivencia, en 1997, pero finalmente en la cubierta apareció una ilustración de Benito Goñi, no recuerdo bien por qué –probablemente de nuevo por mi debilidad de carácter-. Después los dibujos de Kalvellido han acompañado a casi todos mi libros, pero quedaba esa cuenta pendiente, y ese fue otro de los motivos por los que La virgen puta tuvo una segunda vida, en Internet.
Su tercera y hasta ahora última vida es esta edición limitada de Tiempo de cerezas, por iniciativa del editor Santiago Oset, quien ha publicado ya a Kalvellido en su catálogo y que conocía nuestro blog. Creo sinceramente que la principal razón de volver a imprimir ahora la novela es dignificar las ilustraciones de Kalvellido trasladándolas al papel. Y sinceramente, en lo que respecta al texto, reconozco que es una novela cuajada de imperfecciones que ahora hacen que me sonroje, y que descubrí ya cuando la corregí para la versión en Internet. Once años después, algo había cambiado. O alguien. Supongo que, sencillamente, se trataba de que once años más tarde yo era once años más viejo.
Ahora, en esta tercera vida de La virgen puta constato y asumo que efectivamente esta es una novela juvenil. Dudo mucho que nadie vaya a recomendársela a los chicos de 15 a 20 años, sin embargo. Es curioso pero en general la mayor parte de la literatura juvenil no interesa a los chavales, porque, tal vez de un modo premeditado, ofrece una visión edulcorada de la juventud que confunde nobleza con masendumbre, y en la que lo políticamente correcto borra por completo todo el mundo en el que los jóvenes se desenvuelven: sus primeros contactos con el sexo, con las drogas y el alcohol, la agresividad, incluso la violencia con la que se enfrentan al mundo de los adultos, a las imposiciones, a una vida que se les echa encima con intención de reducirlos, de hacerles olvidar cuanto antes su sospechosa y amenazante condición de jóvenes.
La virgen puta puede que sea imperfecta, pero me gusta pensar que tiene todo eso, la rabia, la inocencia y la rebeldía juveniles. A menudo escribimos los libros que a nosotros nos gustaría leer. Y a mí, cuando estudiaba en el instituto me hubiera gustado leer un libro como este (o mejor todavía, que me lo hubieran pasado fotocopiado, casi clandestinamente, o sacado de la biblioteca y puesto en circulación a hurtadillas, como sé que ha sucedido en las dos vidas anteriores de La virgen puta).
Dudo mucho, por lo demás, que la suerte que vaya a correr esta tercera edición sea distinta a las anteriores (o que ningún profesor de instituto vaya a recomendarla a sus alumnos –aunque yo les animo a hacerlo- y un Jaime Ignacio cualquiera a denunciarnos por ello). Y sin embargo, a la vez, intuyo, tengo la esperanza de que a este libro aún le quedan muchas vidas. Pero eso, a partir de ahora, ya depende de vosotros.
Patxi Irurzun, Pamplona, 23 de mayo de 2010
1 Hace poco he sabido, por otra parte, que en aquella época ya estuvieron a punto de denunciarme por injurias al rey, después de que otro escritor –fue él quién me lo contó- leyera en la radio un cuento mío en el que hablaba del cabrón del rey –cabrón es aquí un sustantivo, Jaime Ignacio-.
No siempre fuí , de todas maneras, un viejo gato de pueblo. Mis primeros recuerdos son las paredes de una caja de galletas en la cual me trasladaron siendo sólo una bolita de pelos palpitantes, hasta el urbanita hogar de mis primeros, y únicos, dueños, quienes me pusieron por nombre Pelusa, que era el apodo de un futbolista muy famoso por entonces, con una cabellera oscura como la mía y que, al parecer, manejaba el balón con la misma gracia con la que yo jugueteaba con lo ovillos de lana.
Con el paso del tiempo también pude haberme convertido en un drogadicto, como aquellos gatos de mi infancia que me invitaban desde el callejón a sus correrías y a los que acompañé más de una vez, con los que me revolqué enloquecido por la tierra de los descampados, después de haber mascado arbustos mágicos, a los que lamí las heridas que les abrían los perros guardianes de los chalets en los que entrábamos a rondar a lindas siamesas, con los que compartí las raspas de pescado y los trozos de pizza de los contenedores…
Pero una noche, al rasgar una de aquellas bolsas de basura, se postraron a mis pies los cadáveres de seis mininos recién nacidos y un escalofrío recorrió mi columna vertebral, replegándola como un muelle que me impulsaba de vuelta a casa, de donde decidí no volver a salir y escuchar las aventuras salvajes con las que mis compañeros me tentaban desde el callejón y con cuyos mimbres urdía historias que les contaba de madrugada desde el alfeizar y con las que me gané su respeto, haciéndoles olvidar lo que en realidad era, un gato timorato que vivía mi vida a través de las suyas.
Me convertí de esa manera en un gato redoblado en su tamaño y en su carácter huraño. Ya ni siquiera encontraba un desahogo en contar historias a mis congéneres a la luz de la luna, sólo era capaz de disipar el recuerdo de la dolorosa castración volviendo a mascar hojas, esta vez las de ciertas plantas de interior, que resultaron ser las favoritas de la señora de la casa, lo cual propició mi salida de la misma. Ya no era aquella preciosa bolita de pelos que cabía en una caja de galletas sino un monstruoso gato cascarrabias.
MIGUELITO BATTLES THE PINK ROBOTS
Yo que tanto sabía, sobre el papel, de la Nada
no sabía que la Nada consistía en despertarse
un lunes a las dos con la cama empapada
y que aquello fuera sangre, y que la sangre viniera
del útero de Charo embarazada de tres meses
de mi pequeño, mi amado, mi precioso hijo Miguel.
La Nada prosiguió en una sala de urgencias,
una médico que dijo que no había nada que hacer
y nos mandó para casa, a esperar un milagro,
durante dos días. Qué sabía yo, de la Nada,
o la Nada de mí, y ahí nos vimos las caras,
nos sacudimos bien. Y los días pasaron,
pero no como días normales hechos de tiempo,
sino como libros eternos, de páginas iguales.
Te dije tantas, tantas veces las mismas frases
que me dio miedo que te hartaras de mí.
Te dije agárrate, quédate ahí con la mamma,
te dije ven, o salta de este lado,
o dame la mano hasta que se olviden de ti
éstos que vienen a buscarte, y sobre todo
te dije, Miguel, tienes que ver esto,
tienes que ver esto, muchachito, vas a ver.
Entonces yo, que tanto había leído de la Nada,
me preguntaba sorprendido: ¿qué tiene que ver?
¿qué es eso que estás viendo tan valioso
ahora, tras tus cursos de la Nada,
tu licenciatura en Nada, qué hay que merezca
ser visto, que no te puedes perder?
Ah, era ésa una pregunta difícil.
Yo ya sabía la respuesta, pero aún
no podía formularla, y miraba
las montañas del sur de la ciudad
repletas de pinos tostados, los árboles de las aceras,
lo poco que a mediodía en julio se ve
sin gafas de sol ni haber dormido,
más que nada miraba las chicas,
las nubes en fuga, el cielo azul
y repetía: Miguel,
tienes que ver esto, cómo puedes decirme
que vas a dejarlo todo, que te largas
a estudiar el lenguaje de las sombras
con todo lo que tengo que enseñarte,
con todo lo que aún no has visto por aquí,
pequeño Miguel.
Y llegó el jueves como llega
hasta en las pesadillas el final de la escalera
y te vimos moverte en una ecografía
con el corazón a ciento diez, y sonreímos,
y a mí volvieron las voces a preguntarme
qué era eso que había que ver
tan importante, si no creía en la Nada
y en el Existencialismo, yo, tan leído,
que qué pasaba con Beckett, entonces, que le dijera
a él lo que a Miguel un poco antes,
que volviera al redil. Y contesté:
qué coño. Y repetí: qué coño, señores,
de acuerdo que no hay Dios, pero qué importa
si tenemos esto otro: las montañas,
el camino hacia la playa (en ese punto
los dejé solos y hablé para Miguel),
y la brisa del mar y los pasteles de carne
y la voz de Keren Ann y a Miyazaki
y los libros de _i_ek y los pechos de tu mamma,
cómo puedes pensar en perdértelo sin probar,
cómo puedes desertar sin hacerte tu lista
de placeres irrenunciables, contrastándolos todos,
sabiendo de qué hablas cuando hablas de amor.
Otra cosa no te doy, pero es suficiente,
y a cambio nada pido. O si acaso
que no te hagas concejal de Urbanismo
ni traficante de armas, que no le cuentes
a las madres de tus amigos
las palabras que te enseño en este poema,
lo mal que hablamos, tú y yo, cuando decimos la verdad,
los terribles insultos que lanzamos a los siervos de la Nada.