Una infección de garganta que ha subido hasta el oído.
Una novela que he dejado a medias para hacer más caso a mis hijos.
Mi hija Malen dando sus tres primeros pasos.
Mi hija Malen con fiebre.
Mi hijo Hugo viendo demasiadas horas la tele.
Mi hijo Hugo diciendo que quiere ponerse una pajarita en la boda (mi mujer y yo nos casamos dentro de un mes)
Nueva York vista en el horizonte, como una tierra prometida (durante 10 días)
Dos entradas para ver a Leonard Cohen en el Madison Square Garden.
Leonard Cohen desmayándose en Valencia.
Mi mejor amigo metido en un lío muy gordo y con gente que da mucho asco.
Incertidumbre laboral.
Maravillas, de Berri Txarrak, dos o tres veces cada día.
Seis horas dormidas cada noche.
Lluvia y una bronca con mi mujer la primera noche que salimos en muchos meses.
Dos nuevos proyectos literarios ilusionantes.
Dolor físico y dolor por dentro.
Cansancio y miedo y esperanza y lucha, y amor, a pesar de todo.
El sitio más cutre en el que he dormido ha sido a su vez en el que mejor me han tratado. Fue en Navotas, el municipio más pobre de Manila, en una chabolita de pescadores levantada sobre una lengua de mar que mecía mareas de aguas fecales y desperdicios, tumbado sobre un frágil suelo de madera y acompañado de una legión de mosquitos, una rata enorme que perseguía a un gato sarnoso y un fotógrafo loco con insomnio obsesionado con fotografiar montañas de basura. En realidad yo tampoco llegué a dormir aquella noche. Por la tarde los vecinos de Navotas nos habían dado la bienvenida emborrachándonos con «sanmigueles» y aunque al volver a la casita de Arret -así se llamaba nuestro anfitrión- tenía la vejiga a reventar no conseguía echar ni gota ni gota. Sobre el agujero en mitad del pasillo que hacía las veces de urinario, Arret, que se dedicaba a criar y vender pajarracos, había apostado un águila, y cada vez que yo intentaba desahogarme me daba por pensar que aquel bicho confundiría «aquello» con una lombriz y se lanzaría en picado. Después volvía al cuarto y le pisaba el rabo a un perro con escorbuto, que despertaba con sus ladridos a una prole de niños que a continuación nos traía Arret para que les chupáramos la barriga porque, eso decía, les calmaba. Fue una pesadilla, y sin embargo, Arret nos había cedido su mejor habitación, y por la mañana nos preparó café y un pastel que se llamaba puto y después nos paseó por los callejones de Navotas con el mismo orgullo con que mostraría su canario más canoro. Todo a cambio de nada, porque Arret no aceptó que le pagáramos un céntimo. La chabola de Arret no aparece en guías de alojamientos y sin embargo, a pesar de todo, es un hotel de mil estrellas, tantas como se ven brillar en el cielo a través de los agujeros en su tejado de hojalata.