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ME ACUERDO

Mar 31, 2017   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

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Me acuerdo del sonido que hacían mis zapatillas bajando las escaleras y de que, escuchándolo, podía bajar con los ojos cerrados los cinco pisos del bloque en que vivíamos.

Me acuerdo del número de la matrícula del 127 de mi madre, NA-6580-B y del número de teléfono de casa: 226689.

Me acuerdo de que si querías llamar a otra provincia tenías que buscar el prefijo en la guía de teléfonos.

Me acuerdo de que mi madre siempre decía: yo para vosotros soy madre y padre.

Me acuerdo del día que llamó a la radio y de lo orgulloso que me sentí de ella.

Me acuerdo de los tickets de cuatro viajes de la villavesa, que se compraban antes de las 9 de la mañana, y de que la parte superior del billete estaba tres veces escrita la fecha. Me acuerdo que para cada viaje había que doblarlos para que el chófer arrancara uno de ellos y a veces había conductores con los dedos muy gordos y rompían más de uno de los números. Me acuerdo de lo difícil que era para un niño conservar a lo largo de un largo día el ticket sin perderlo.

Me acuerdo.

Me acuerdo del descampado, que hoy es una pista de futbito, debajo de casa y del barranco, que hoy es una carretera de circunvalación, detrás del descampado.

Me acuerdo de la vieja carretera hasta Donosti.

Me acuerdo de que al pasar junto a la papelera de Tolosa nos poníamos un pañuelo en la cara.

Me acuerdo, no se me olvidará nunca,  de una tarde antes de entrar al colegio, unos hombres limpiando con una manguera un charco de sangre y los sesos de un hombre asesinado en un atentado a la entrada de un restaurante, en la Cuesta de Labrit.

Me acuerdo, años más tarde,  los sábados en el casco viejo, del gesto automático de agacharse cada vez que al final de la calle se oía el disparo de una pelota de goma.

Me acuerdo de un hombre repartiendo pegatinas con el escudo de Navarra y la laureada en la puerta de la diputación.

Me acuerdo.

Me acuerdo del Rastro de la Txantrea y de que en él me compré mi primera cinta de caset, una de Tequila.

Me acuerdo de que desde el balcón de mi casa se veían los partidos de beisbol que jugaban en el colegio Irabia y de que eran interminables.

Me acuerdo de las pirámides junto al Eroski de la Txantrea

Me acuerdo de las películas de Tarzán los sábados por la tarde.

Me acuerdo de mi madre agachada fregando el suelo de la cocina mientras las veíamos y repitiendo: ¡qué higadazos!

Me acuerdo de que a los porteadores negros les gritaban: “Andagua, Patxi, Patxi”.

Me acuerdo de que un día los chicos poníamos y quitábamos la mesa y las chicas secaban la vajilla y al siguiente al revés.

Me acuerdo de la maraña de partidos de fútbol en el patio del colegio y de los balonazos que de vez en cuando recibías. Los peores eran los que te daban en el estómago.

Me acuerdo del juego del puntero y del sonido de la pelota golpeando el frontón.

Me acuerdo de que Iribas, el mejor pelotari de la clase,  me dio una vez con la pelota en la cabeza y estuve mareado todo el día.

Me acuerdo de mi abuelo, haciendo de juez en los partidos de pelota durante las fiestas de Huarte.

Me acuerdo de la torta que El Mono, el profesor de pretecnología,  le dio a Juangarcía y que lo tumbó en el suelo.

Me acuerdo de que se me rompían todos los pelos de la sierra de marquetería. Y de que solo muchos años más tarde supe que chapa ocúmen se escribía de esa manera y no chapacumen.

Me acuerdo de los viejos pupitres del colegio, con el hueco para el tintero, que nunca utilizamos.

Me acuerdo de cuando el boli escupía pequeñas gotas que emborronaban los cuadernos y de las manchas de tinta en la mano.

Me acuerdo de los bolis bic de cuatro colores y de Donan Pher vendiéndolos en el Paseo Sarasate y de su casco de explorador y de sus fotos con serpientes. Me acuerdo de cómo me decepcionó saber que Donan Pher era Fernando al revés.

Me acuerdo de que el Paseo Sarasate también se decía Paseo Valencia y la Avenida Baja Navarra Avenida General Franco.

Me acuerdo.

Me acuerdo de mi otro abuelo pegándole con el bastón a nuestro gato Pelusa.

Me acuerdo del día que mi hermano Santi trajo a Pelusa a casa y de que cabía dentro de una caja de galletas.

Me acuerdo también del día que mi hermano se torció el tobillo jugando en el Fuerte de San Cristóbal y de que yo me asusté porque mi madre ya se había ido a casa y salí corriendo detrás de ella y de que él tuvo que bajar el monte Ezkaba solo y cojeando.

Me acuerdo de que mi hermana Blanca se tocaba con la punta de los pies la nuca.

Me acuerdo de que mi hermana Marta se abrió tres veces la barbilla.

Me acuerdo de que mi tío Jose Luis, que era misionero en Japón, nos traía cada cuatro años sellos de colores y aparatos de radio y cámaras de fotos muy modernos.

Me acuerdo de la gente fumando en los autobuses. Y en los ambulatorios.

Me acuerdo de la brasa naranja de un cigarrillo en la oscuridad mientras entrenábamos en a minibasquet en el patio del colegio.

Me acuerdo de un entrenador que nos mandaba a correr para robarnos mientras tanto el dinero que dejábamos en el vestuario. Me acuerdo de que algunos años después lo encontraron muerto en los baños de la estación de autobuses, con una jeringuilla colgando del brazo, como una amapola de sangre.

Me acuerdo de que el vestuario olía a pis y de que el suelo de las duchas siempre se encharcaba.

Me acuerdo de que dentro del colegio había una tienda de chucherías y de que al señor que la atendía le llamábamos el Monsieur.

Me acuerdo de que dentro del instituto había bar y servían alcohol.

Me acuerdo

Me acuerdo de que me daba vergüenza ponerme en bañador en la piscina.

Me acuerdo de una vez que me tiré del cuarto trampolín del Club Natación con carrerilla y de otra del tercero de cabeza y de que entonces no me dio vergüenza ir en bañador.

Me acuerdo de un dibujo en un libro que se titulaba ¿Qué me está pasando? en el que un chaval tenía una erección en lo alto de un trampolín.

Me acuerdo de una chica que se tiró del primero de bomba y salpicó a toda la grada y que cuando salió todos le gritaban “¡Foca, foca!” y de que ella se quedó llorando en la esquina de la piscina, sin atreverse a salir. Me acuerdo de que nadie, yo tampoco, le ayudó y de que  todos nos reíamos de ella. Me acuerdo de que esa chica años más tarde se hizo piragüista y fue a las olimpiadas.

Me acuerdo del juego de  verdad o atrevimiento, durante los veranos, y de que yo siempre elegía verdad y de que siempre mentía.

Me acuerdo de que había que hacer la digestión antes de bañarse.

Me acuerdo.

Me acuerdo de las primeras John Smith rojas, y de otras con muchos colorines, y de otras bajas de color azul cielo.

Me acuerdo de cuando me eligieron mejor jugador en un torneo de minibasket de Navidad y de cuando me llevaron a la selección navarra juvenil, aunque ahora nadie me crea.

Me acuerdo de los patinetes naranjas Amaya y de un Sancheski al que mi madre le pegó una tira de lija en el centro.

Me acuerdo de la dinamo en la rueda trasera de la bici. Me acuerdo de que mi hermano le quitó a la suya los guardabarros y de que a mí nunca se me pasó por la cabeza cambiarle nada.

Me acuerdo de que Santi sabía pillar con la radio la frecuencia de la policía, los días que había broncas.

Me acuerdo de que durante los sanfermines del 78 un policía antidisturbios disparó cuando nos asomamos a la ventana. Y de que un manifestante quiso romper con una piedra la luna delantera del coche cuando intentamos atravesar con el 127 un hueco entre una barricada de fuego.

Me acuerdo.

Me acuerdo de mi madre estrechándome los bajos de los pantalones y que los vaqueros solo comenzaban a gustarnos cuando los desgastábamos.

Me acuerdo de que comprábamos macutos militares en una trapería para llevar los libros al instituto y de que en ellos escribíamos con boli “Mili KK”.

Me acuerdo de que salíamos durante el recreo a comprar un bollo de pan y quince pesetas de chorizo a la plaza del Abuelo.

Me acuerdo de que el instituto me presenté a un concurso de mates en una canasta de minibasquet.

Me acuerdo, no se me olvidará nunca, de cuando me subieron al equipo de los mayores y del día que vinieron a verme jugar todos y de que aquel fue el peor partido de mi vida.

Me acuerdo de la semana cultural de Irubide y de que un año trajeron a  El Drogas y otro a José Luis San Pedro y otro echaron The Wall de Pink Floy.

Me acuerdo mucho de una canica de metal que me regaló mi abuelo y que me quitó un cura en el patio del colegio.

Me acuerdo de la nieve entrando en las katiuskas.

Me acuerdo de cuando la basura se dejaba amontonada en el suelo y de los gatos que rasgaban las bolsas.

Me acuerdo de los basureros arrojando esas bolsas al camión de la basura.

Me acuerdo de que tirábamos los papeles, los envoltorios, las cáscaras de pipas al suelo.

Me acuerdo de los balones Mikasa, los naranjas y los de tres colores,  y cuando se les borraba de la piel los puntitos y los botabas de otra manera, peor.

Me acuerdo cuando se helaban las manos y no los podías botar de ninguna manera.

Me acuerdo de un compañero que siempre me daba una descarga de electricidad cuando se rozaba conmigo en los entrenamientos.

Me acuerdo.

Me acuerdo de los teleñecos y de un cocinero sueco que cantaba Buskibukibuski y del que nadie se acordaba.

Me acuerdo de la película que pusieron el día del golpe de estado, El chico de Brooklin, y de aquel boxeador patoso y pelirrojo golpeando al compás del Danubio Azul.

Me acuerdo de la primera persona que conocí que recordaba esa película y de que llevo junto a ella ya quince años y tenemos dos hijos y de que siempre decimos que algún día tenemos que ver todos juntos esa película.

Me acuerdo de un programa en el que entrevistaban juntos al cocinero sueco y el actor que interpretaba a aquel boxeador patoso.

Me acuerdo.

Me acuerdo de la primera vez que me emborraché en la fiesta del instituto, en primero de BUP, y que no me acuerdo de nada de lo que pasó después.

Me acuerdo de que a veces, muchos años después,  soñaba que habían cambiado los planes de estudios y tenía que volver al instituto.

Me acuerdo de que antes de la selectividad unos cuantos nos fuimos de acampada al monte y que se nos acabó el tabaco y que nos fumamos las infusiones de menta y que nos bañábamos desnudos en un pantano y que nos untábamos al salir el cuerpo con barro y que hacía sol y que éramos felices y que todos aprobamos el examen.

Me acuerdo de que durante las fiestas de verano se cantaba una canción que decía “Voló, voló, Carrero voló y en un tejao se encaló, ¡eup!” y con el eup lanzábamos a lo alto los jerseys.

Me acuerdo de que cuando tenía seis años me operaron porque me apretaban los zapatos y me limaron un trozo del tobillo. Recuerdo que después de darme la anestesia me hablaban y me decían que quería ser de mayor y yo contestaba que cazador y misionero.

Me acuerdo de que el último día en el hospital me dejaron elegir el menú y yo elegí macarrones y albóndigas, pero me dieron el alta al mediodía y tuve que irme a comer a casa. Me acuerdo de que mi madre hizo lentejas.

Me acuerdo de los Don Mikis y del Manual del pequeño castor.

Me acuerdo de la noche que murió Charlot, de que fue en Nochebuena y esa misma noche, en casa de mis abuelos,  oí a los mayores poniendo los regalos junto a nuestros zapatos.

Me acuerdo de que en Nochevieja decían que pasaba por la calle un hombre con 365 narices.

Me acuerdo.

Me acuerdo de que una vez la Vuelta Ciclista llegó a Pamplona, de que acabó junto a El Porrón y de que fuimos a verla y cuando acabó nos cruzamos con Vicente Belda. Me acuerdo de que, aunque éramos niños todavía, era más bajito que nosotros.

Me acuerdo de que cada año la canción que elegían para los resúmenes de las etapas era todo un hit.

Me acuerdo de “Me estoy volviendo loco”, de Azul y Negro.

Me acuerdo.

Me acuerdo de una película del Gordo y el Flaco en la que hacían de niños y todos los muebles eran gigantes.

Me acuerdo de los locos que se subían en la villavesa de las tres, cuando íbamos al cole. Me acuerdo de Chichi el amoroso, de Gloria, de Lola la loca. Me acuerdo de que Lola la loca se metía con los niños y de que empezamos a coger la villavesa de las tres menos cuarto.

Me acuerdo de un hombre que iba vestido de sheriff por Pamplona y de otro que de repente se quedaba parado durante diez o quince minutos. Me acuerdo de que los días de lluvia, sin embargo,  nunca se paraba.

Me acuerdo del cuartito de la biblioteca general en el que estaban los cajones con las fichas de los libros, y de que cuando los pedías a la bibliotecaria se los traían en un pequeño ascensor.

Me acuerdo de que me propuse empezar a leer autores por orden alfabético y que llegué hasta la B, de Bukowski y que después todas mis lecturas se desordenaron.

Me acuerdo de los Me acuerdo de Joe Brainard, y del Je me souviens de Georges Perec y del Akordatzen de Joseba Sarrionandia.

Me acuerdo de que me arrepentí casi inmediatamente cuando empecé a anotar desordenadamente mis propios Me acuerdo, porque se convirtió en una peligrosa obsesión.

Me acuerdo.

 

Gainsbourg y yo

Mar 27, 2017   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

Resultado de imagen de tatuaje conejoPublicado en ON (Rubio de bote, 26/03/2017)

Gainsbourg, mi conejo enano belier, ha vuelto de Alcalá Meco hecho un quinqui. No sé si recuerdan que se lo llevó la policía una noche por quebrantar la ley bozal, o la mordaza, no sé, alguna de esas para preservar nuestras libertades.

Ha estado en prisión preventiva dos meses, que no parece mucho, pero en tiempo conejil equivale a año y medio. Y total para dejarlo libre y sin cargos (ya me parecía a mí que escribir en el twiter que se lo estaba pasando bomba delito no podía ser), aunque los periódicos, los que titularon con letras gordas “El conejo asesino” o “Un terrorista muy peludo”, no han publicado ahora nada.

El caso es que desde que Gaisnbourg ha vuelto no hace más que mear en aspersión.

—En el talego uno aprende pronto a marcar el terreno, primo —me dice.

Y también se pasa el día montando a un muñeco de Homer Simpson. Eso lo puedo entender, por la abstinencia y la promiscuidad propia de su especie (los conejos ya se sabe que son unos cerdos), aunque yo también le digo que salga un poco a la calle, vaya a discotecas, se apunte a un curso de bachata sensual, si lo que quiere es quitarse de encima el mono, bueno de debajo—igual dicho así suena raro, zoófilo, o atenta contra el honor de los peluches o contra alguna ley sobre la propiedad intelectual-comercial, yo ya no sé—.

Pero él que no, que todavía no está preparado, que en el trullo lo han maleado mucho y si sale de casa va a ser para liarla parda.

—Chico, ¿pues qué vas a hacer?,  ¿atracar una tienda de zanahorias?, ¿afilarte los dientes con un ejemplar de la Constitución de tapa dura?… —le pregunto yo.

—No, comprarme un periódico, o, peor todavía, un libro y pasearme con él debajo del brazo, sembrando el pánico —contesta.

Por lo visto, en la cárcel eso, leer, es tendencia, si quieres ser malo malote, y lo de los tatuajes se ha quedado demodé (aparte de que ¿cómo o dónde se hace un tatuaje un conejo?).

—Llevar tatuajes es propio de la gente normal, sin antecedentes penales ni amantes en cada puerto —añade Gainsbourg.

La verdad es que me paro a pensar y no se me ocurre nada más rompedor y a contracorriente que ver a un chaval de veinte años con un periódico debajo del brazo, en lugar de tanto tatoo y tantos agujeros en los cartílagos y otras partes blandas, que ya no asustan a nadie. ¡Uy qué miedo, un  tío con los pantalones cagados!

Igual al principio estos jóvenes iconoclastas se llevan alguna colleja, claro, pero finalmente salvarán la prensa escrita y también la regenerarán, la harán libre e independiente, y dignificarán la profesión y los sueldos de plumillas y columnistas, y gracias a ellos viviremos en una sociedad más culta y, en consecuencia, crítica, en la que hasta los conejos presidiarios saben qué quiere decir iconoclasta.

—Anda, espabila y bajas a la tienda y me traes tabaco, el Liberation y una edición de bolsillo de Corre, Conejo—me saca de mis ensoñaciones Gainsbourg.

Y yo salgo presto a por el recado, porque con esas pistas me da que en dos días mi conejo enano belier se crece, vuelve a ser el de antes y no lo vemos  por casa más que a la hora de comer o para pedir la paga. Y, la verdad, ya tenemos ganas, Homer y yo, porque últimamente aquí dentro huele todo a pis que mata.

 

PELO NAPALM

Mar 13, 2017   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

Publicado en la sección «Rubio de bote» de ON, suplemento semanal de diarios de Grupo Noticias (11/03/17)

Lo siento, Donald, hoy vamos a hablar de canciones. Y de libros. De Jhonny cogió su fusil , por ejemplo, que es una novela escrita por Dalton Trumbo en la que se narra la estremecedora historia de un soldado estadounidense alcanzado por un obús durante la Primera Guerra Mundial, cuyo impacto le arrancó las piernas, los brazos, la nariz, la boca, las orejas… Joe Bonham, asi se llamaba, sin embargo, conservó su cerebro y su pellejo intactos, de modo que, aunque incapaz de oír y hacerse entender, podía percibir lo que sucedía a su alrededor, recordar y, lo más terrible, ser consciente de su situación.

Las últimas páginas de este libro, cuya lectura debería ser obligatoria en los institutos, como una mili civil, son uno de los alegatos más rotundos contra las guerras y contra quienes las alientan, las necesitan, se enriquecen con ellas (la industria armamentística es una de las más boyantes del mundo, sus principales ejecutivos algunos de los que se hacen llamar a sí mismo “nosotroslosdemócratas”; es sangrante, por ejemplo, y nunca mejor dicho, el caso del anterior ministro de defensa, el getxotarra Pedro Morenés, a quien en alguna ocasión se ha definido como una puerta giratoria en sí mismo, pues llegó al cargo directamente y sin ningún escrúpulo desde una de las principales empresas armamentísticas y ya en el ministerio firmó con ella jugosos contratos; tú mismo, Donald, has declarado hace poco que aumentarás el presupuesto militar de tu país, que seguramente es lo que necesitan quienes viven en él, eso y un muro bien alto. Cierro paréntesis).

Pero nos estamos despistando, íbamos a hablar de libros. Y de canciones. El caso es que Joe Bonham, el protagonista de Jhonny cogió su fusil, consiguió finalmente comunicarse con su enfermera a través del código Morse, que punteaba cabeceando sobre su almohada. La imagen se puede ilustrar con el video de una de las canciones más conocidas de Metallica, One, en el que se incluyen imágenes de la película homónima, Jhonny cogió su fusil, que el propio Trumbo dirigió (bueno, ya puestos vamos a despistarnos otra vez: no sé si Metallica se inspiró directamente en la película o en el libro; es algo que observo con frecuencia últimamente, las versiones de versiones de versiones, que acaban por hacer olvidar por completo el original, de modo que, por ejemplo, Aitormena no es una canción de Hertzainak sino de Go!azen; creo que todo ello tiene que ver con que todos los programas de música de la televisión de hoy en día no son en realidad programas de música sino karaokes. Cierro paréntesis)

Dalton Trumbo fue, efectivamente, además de escritor, cineasta. Escribió los guiones de películas como Espartaco o Papillon, que también fue antes que película novela, otro clásico, este de la literatura carcelaria, y del cual conservo uno ejemplar prestado, en este caso por mi amigo Juantxo el jipi, que nunca pienso devolverle, porque él no lo echa de menos y también porque fue una de sus lecturas mientras estuvo encarcelado por insumiso, lo cual lo convierte para mí en una especie de fetiche, un pedacito de historia y de memoria, un plano para una fuga (los libros siempre lo son y también la fuga en sí misma). Juantxo, por cierto, compartió prisión con Tonino Carotone —cuando era el Toñín y estaba en la trena—, quien cantaba el famoso himno antimilitarista Insumisión con los Huajolotes y a quien la semana que viene entrevistaré en esta revista.

Pero, enfin, creo que no voy a seguir, Donald, porque a ti todo esto, los libros, las canciones, te dan igual; espero que al resto de mis amables lectores no (porque si no acabarán pareciéndose a ti y teniendo el pelo y los pensamientos de color napalm, advierto. Y cierro, definitivamente, paréntesis.)

 

VERSOS SUELTOS

Feb 26, 2017   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

Cuento publicado en «Rubio de bote», ON, magazine de diarios Grupo Noticias (25/02/2017)

Solía coincidir con mi vecino en el autobús todas las mañanas y unos días llevaba peluca y otros no. Él, quiero decir, yo tengo un pelazo impresionante, pero también es cierto que en aquella época algunos días me ponía unos pantalones de lo más recatados y otros iba con minifalda. Nos saludábamos formalmente, por pura cortesía y con cierto alivio, porque allí ni siquiera teníamos que hablar del tiempo, como en el ascensor, bastaba con un leve cabeceo y un yepa desganado, y luego cada uno a lo suyo, yo a leer mi novela y él a buscar sitio en los asientos de atrás.

A mí me gusta leer, pero llevar un libro siempre conmigo también era una señal de aviso al resto de los pasajeros: “Dejadme en paz, podéis sentaros a mi lado pero no voy a hablar con vosotros”. Es como —hablando de ascensores— esa canción de Cabezafuego que dice: “No me hables en el ascensor, ¿no ves que me escondo tras gafas de sol?”.

Lo del libro, de todos modos, ya no sirve, la gente se siente igual de sola pero ya no necesita charlar con desconocidos, tienen sus móviles y con ellos pueden llamar a otras personas solas que viajan en otros autobuses en otras partes de la ciudad o de otras ciudades. Así que hay que tragarse igualmente sus estúpidas conversaciones y dejar de leer. Antes, al menos, cuando me desconcentraba o el libro no conseguía engancharme, me entretenía imaginando las vidas de todas aquellas personas con las que compartía cada día media hora de la mía, pero de las que no sabía absolutamente nada. Y sus vidas, desde luego, eran mucho más emocionantes que las que cuentan ahora por el móvil a sus madres o amigos.

Por suerte, me quedaba mi vecino. “Igual trabaja en dos sitios en días alternos y en uno de ellos a sus jefes no les gustan los calvos”, me hacía mis películas al verlo subir.

Una mañana en la que el autobús iba más llenó de lo habitual,  mi vecino tuvo que sentarse a mi lado.  Y así, a lo tonto, comenzamos a hablar. Al día siguiente, volvió a pasar lo mismo. Y al otro. No recuerdo muy bien de qué hablábamos, me daba lo mismo. Creo en realidad que solo lo hacíamos para que quedara claro que éramos los dos versos sueltos de aquel autobús. Lo que sí recuerdo es por qué dejamos de hablar. Un día, él me trajo una cinta de casete grabada y me dijo que tocaba el clarinete. Quería que la oyera. Maldito el momento en que lo hice. Tuve que poner la cinta en el coche, porque en casa no me quedaba ningún reproductor. Al principio pensé que se había averiado algo o que había algún gato atrapado en el motor. Luego me di cuenta de que no, de que era la música. Después pensé que tal vez se trataba de jazz de vanguardia o experimental. Y, por fin, comprendí que simplemente mi vecino desafinaba horrorosamente.

Durante toda la semana siguiente cogí el autobús anterior al mío. Cuando mi vecino me preguntara qué me había parecido la música no me veía capaz de mentirle. Temía además que se me saltara la risa al recordar todos aquellos maullidos de su clarinete. Tampoco sabía cómo devolverle la cinta. Finalmente, la dejé en su buzón. La siguiente vez que coincidimos en el autobús, mi vecino pasó a mi lado, nos saludamos con un leve cabeceo y un yepa desganado, y él se sentó al fondo. Al día siguiente volvió a pasar lo mismo. Y al otro.

Mi vecino, por lo demás,  continuó poniéndose peluca unos días sí y otros no. Pero para mí ya no tenía ningún misterio, ningún morbo. Él, por su parte, supongo que seguirá preguntándose a dónde iba en minifalda algunos días un señor con bigote y con este pelazo tan impresionante que Dios me ha dado.

Publicado en «Rubio de bote», ON, magazine de diarios Grupo Noticias (25/02/2017)

UNA SEMANA CON GAINSBOURG

Feb 12, 2017   //   by Patxi Irurzun Ilundain   //   Blog  //  No Comments

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Sábado, 4 de febrero: Este mañana al levantarme, Gainsbourg, mi conejo enano belier, de repente se ha puesto a hablar y me ha pedido que le ponga en el bebedero un chupito de licor de hierbas y que baje al estanco a por Gitanes. Yo le he hecho caso, y después él se ha pegado todo el día fumando y cantando el Gernikako arbola por soleares y al acostarme me ha dicho que me quiero mucho pero en francés, Je t’ aime, y con una voz de carretero que me ha dado un poco de grima.

Domingo, 5 de febrero. Me he pasado toda la noche dándole vueltas a lo del conejo. Es la primera vez que me habla, pero eso no me ha extrañado mucho. Después de todo, el presidente del gobierno es ahora el hombre del tiempo, las compañías eléctricas las dirigen exdirectores de la Guardia Civil, Belén Esteban vende más libros que Vargas Llosa y Vargas Llosa sale en las revistas de cotilleos más que Belén Esteban, así que ¿por qué un conejo no va a ser políglota? No, lo que me ha parecido raro es que Gainsbourg me echara los tejos. Yo creo que es que me ha confundido con otro conejo, porque para no poner la calefacción ni tener que vender el riñón que me queda (el otro lo utilicé para la factura de la luz) por casa llevo puesta una bata gorda de felpa gris.

Martes, 7 de febrero. Hoy Gainsbourg me ha dicho que quiere ser youtuber. Me ha dado un disgusto terrible. A mí me gustaría que fuera poeta, o rockero y que Marino Goñi le grabara un disco. “Además, ¿qué te crees que no lo he intentado yo, que no te he grabado ya y lo he subido al Facebook? Pues nada, tres tristes megustas”, he intentado desilusionarlo. Pero él erre que erre, así que al final le he dejado el móvil y se ha ido a la calle a llamar caranchoa a los que pasaban.

Miércoles, 8 de febrero. Gainsbourg la ha liado parda. Ayer, después de salir de casa, entró en la tienda de chuches, se compró una bolsa de conguitos, se la zampó entera,  se cagó dentro de ella y después fue invitando a todos los niños con los que se encontraba. Todo eso, por supuesto, lo grabó y lo subió a youtube. Hoy tenía cuatro millones de visitas y ahora aquí estamos los dos, sentados junto a la puerta de casa bebiendo chupitos de licor de hierbas y esperando a que venga la policía.

Jueves, 9 de febrero: Han llegado de madrugada, han echado la puerta abajo y se han llevado a a Gainsbourg esposado.  Gainsbourg estaba borracho y se ha ido cantando “Bugs Bonnie & Clyde”, tan feliz, pero yo me he quedado muy preocupado, porque no se lo llevaban por lo del video sino por un delito de odio y apología del terrorismo. He corrido a revisar sus tuits y no he encontrado ningún chiste sobre Carrero Blanco ni nada. No sé qué ha podido hacer o decir, el caso es que ahora está en Madrid, en la Audiencia Nacional.

Sábado, 11 de febrero. Por fin me han dejado ver a mi conejito. Pobrecito, estaba todo despeluchado y con los ojos llenos de legañas.  Le he preguntado de qué le acusan y me ha dicho que de desearle la muerte a Donald Trump y a Franco. “¡Pero si Franco ya está muerto!”, he dicho yo, y él ha contestado: “Eso es lo que tú te piensas”. Luego le he preguntado a ver dónde ha puesto eso y él me ha dicho que no lo ha puesto en ningún lado, que solo lo ha deseado, y yo que a ver entonces cómo se han enterado y él que hay métodos muy efectivos. Me he quedado muy triste. A Gainsbourg se le veía deprimido y desmejorado. Mañana lo trasladan a Alcalá Meco. Podré venir a visitarle la semana que viene. “Tráeme Gitanes”, me ha pedido al despedirnos

Patxi Irurzun
Publicado en Rubio de bote, magazine  ON (diarios de Grupo Noticias, 10/02/2017)

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