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ESE TOCHO (CAPÍTULO 8)

Feb 16, 2010   //   by admin   //   Blog  //  No Comments

Nunca llegué a ver publicado un titular tan pegajoso como aquel: «La alcaldesa intentó hacerme una paja». Lo más parecido fue: «A la alcaldesa no le tembló la mano con Tocho». Pero el artículo que venía debajo no era sino una sarta de mentiras que trataban de protegerla a ella. Decían que, puesto que a través de las urnas era imposible desalojarla de su puesto, todo había sido un burdo montaje para hacerlo por medios no democráticos; que la alcaldesa era un ejemplo de entereza y no había dudado en enfrentarse con un ídolo de masas —yo— con tal de que, tenía gracia, resplandeciera la verdad y el orden constitucional; decían incluso que yo era un subversivo que nunca había ocultado sus simpatías por grupos violentos como los Boixos Nois, en Barcelona, y como prueba irrefutable de ello aportaban una foto en la que tras mi portería ondeaba una bandera de los mismos. Pero lo más increíble de todo era que la opinión pública acabó tragándose todo aquel kalimotxo mediático en el que la alcaldesa ponía la chispa de la vida con su sonrisita de niña que nunca ha roto un plato y los periódicos aquel vino en polvo, más falso que un euro de cartón. Durante los primeros días me enervé sobremanera, llamé una y otra vez a Txus Cuenco, pero sólo me contestaba su buzón de voz: —En este momento me estoy tomando un… ¡pacharán Zoco, el que te vuelve loco!, deja tu mensaje después de la señal.
Traté, en fin, de no darle mayor importancia y disfruté del resto de las fiestas en la medida de lo posible, que era a su vez la medida exacta de mi sombrero de mejicano, gracias al cual pude tomar anónimamente por bares y peñas, sacarme un peluche en las barracas y mearme por la paredes, preferentemente en aquellas en las que había carteles electorales con fotos de la alcaldesa. Pensaba que en cuanto comenzara la temporada me centraría en el fútbol y pronto recuperaría el favor del público con mis despejes de puño a lo Mazinger Z. Pero no tardé en darme cuenta de que Godman, a pesar de que mi fichaje había sido idea suya, me evitaba en los entrenamientos, y cuando llegaron los primeros partidos me vi por primera vez en mi carrera calentando banquillo. Pronto comprendí que también a Godman lo tenían atrapado desde que gritó “¡Viva San Quintín!” en lugar de “¡Viva San Fermín!” y que no alinearme no era en realidad decisión suya. El público tampoco me echaba demasiado de menos, teníamos un buen equipo, encajábamos pocos goles y por primera vez en muchos años Osasuna estaba en puestos UEFA. Tan sólo un pequeño sector de Graderío Sur continuaba coreando aquello de “¡Ese Tocho, ese Tocho, eh!” y, aunque yo se lo agradecía, no me hacían un gran favor, pues eran precisamente aquellos a los que los periódicos siempre calificaban como «los de siempre»: gamberros, radicales, borrachos…
Incluso mis manos parecían haber perdido sus propiedades y la falta de Vitamina C — C de casquete— iba debilitándome. Mi único apoyo era Dios, es decir, Diego Armando Maradona. Todavía podía creer en él; en un Dios que tropieza, y que, como un gato callejero, cae de pie y se vuelve a levantar enrabietado; en un Dios que lleva al Ché Guevara tatuado en un hombro; en un Dios al que Andrés Calamaro le escribe canciones; en un Dios que no olvida que él también nació en el arroyo. Y Diego, gracias a Dios, es decir, a sí mismo, no me falló.

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